jueves, 28 de mayo de 2015

Poesía en tres prosas

La muerte, la enajenación y el desdoblamiento son tres formas de fuga. En la primera, una persona anhela diluirse en lo trascendente, en la segunda aspira a escapar de lo mundano y, en la tercera, aún sin quererlo, combina los dos procesos anteriores al lograr la inmortalidad por medio de la escisión. Las tres son maneras de evadir el mundo porque proponen experiencias alternativas a la fría realidad, por eso el epígrafe que abre la publicación toma un verso de Walt Whitman en el que se declara que “se desvanece la plata de las estrellas”. Esta, por lo menos, es la interpretación que Vicente Calero ofrece en El arte de la fuga de los momentos culminantes en las vidas de tres poetas: el español San Juan de la Cruz, el alemán Friederich Höldering y el portugués Fernando Pessoa.
El arte de la fuga
El libro en prosa más reciente del poeta ganador del Premio Loewe en 2007 por Días de bosque reúne tres relatos largos en los que cuenta la agonía y la muerte en un convento de Úbeda del patrón de la Orden de los Carmelitas Descalzos en 1591, el trayecto que en el siglo XIX emprende desde Burdeos a Stuttgart para perseguir los últimos estertores de un amor ilícito el poeta lírico central del Romanticismo alemán, así como también aquella noche del 8 de marzo de 1914 cuando un rapto poético llevó a Pessoa a descubrir el primero de sus 72 heterónimos, Alberto Caeiro, un campesino sin estudios formales a quien algunos críticos han llamado “el poeta filósofo”.
Fiel a su extensa formación lírica –Calero es autor de casi una decena de poemarios–, el autor nacido en Ibiza en 1963 hace gala de un lenguaje narrativo elevado a la lírica que embelesará al lector a tal punto que este no se sentirá capaz de soltar este libro de una centena de páginas hasta no terminarlo.
No es la primera vez que combina la biografía y la prosa con los métodos del rapsoda; en su novela de 2014 titulada Los extraños –que como El arte de la fuga editó Periférica– narra la biografía de algunos miembros de su familia con vidas legendarias como quienes vivieron durante la África colonial, la guerra civil española, el exilio en Francia y la Ibiza de los años setenta, militando entre el poder, como militares africanistas o comandantes de la Segunda República, y la sinrazón, como los ajedrecistas profesionales y los bailarines. La diferencia es que la familiaridad que se establece entre los personajes de El arte de la fuga y el autor no es por los lazos de la sangre, sino por los del arte, que a veces son mucho más estrechos. En una entrevista publicada por El País el año pasado, Valero dijo que sentía una especial curiosidad por cómo viven los demás. “Cualquier vida por insignificante que parezca a simple vista siempre desarrolla un proceso de ambición o fracaso”, explica el poeta: “Indagar en esa trayectoria es iniciar un camino de aprendizaje. No puedo quedarme impasible ante los individuos olvidados”.
La fuga toma también la forma de la metáfora del viaje. Por eso, la esencia del libro puede encontrarse en una cita en el cuento “Parece que vivimos en una edad de plomo” que describe el recorrido de Höldering, ya no solo sobre los caminos europeos sino en una peregrinación hacia la locura: “En el alma de un caminador hay voces diferentes, como senderos en un bosque que salen al encuentro una y otra vez, que se abren para ser escogidos o rechazados, pero sobretodo hay en ella un país invisible en la lejanía, como un horizonte perpetuo, al que sólo se puede llegar desvestido y loco, transformado en pájaro o en viento del oeste, porque lo que uno es se rompe un día, del mismo modo que los astros declinan solemnemente y ebrios de luz brillan los valles”.
¿Qué duda cabe que Valero, al referirse al “alma del caminador”, no alude también a la sensibilidad del poeta? Así, cuando proclama la búsqueda de “un país invisible en la lejanía” se refiere también al oficio poético que añora la utopía del verso perfecto al cual solo puede llegarse, no con las herramientas de la razón, sino con aquellas de la enajenación: acaso la manera más categórica de estar cuerdo.


Este año Vicente Calero también ha publicado en México una compilación y resumen de su poesía. Canción del distraído está conformado por poemas inéditos, otros revisados y otros más simplemente reunidos con el objeto de que los poemas allí presentados se consideren como más que una antología.

@michiroche

miércoles, 27 de mayo de 2015

Cordoliani está en tiempo de ratas

Tiempo de ratas frías y otras historias es una antología personal de Silda Cordoliani. La confección de esta colección de relatos está hecha por la persona que los escribió y no por un editor. Y he aquí lo primero que el lector debe atender al leer estos relatos: es la hoja de ruta, el recorrido que la propia autora nos propone sobre su obra, su poética y su dicción. Así, en primera instancia el libro plantea un juego de miradas: la que ofrece su autora sobre sí misma y la que articulará el lector con su propio recorrido. No pretendo entrometerme ni sugestionar el resultado de ese camino que cada quien emprenderá, lo que me interesa destacar es el carácter personal y cercano que, de entrada, envuelve a este libro. Pensemos un momento en el gesto de la antología personal y lo que implica: el proceso de revisión del propio autor, de autovaloración, de corrección, de crítica, de selección. Escribir, ese vicio solitario, como lo llama Héctor Abad Faciolince, y todo lo que ello implica, se mezcla con el de la relectura de lo escrito. Y he aquí su resultado, en este libro. Y al lector le corresponde acercarse a la trama íntima de su confección.
Ahora bien, como dije antes, no pretendo ni quiero mediar en ese encuentro de miradas, en esa lectura única y personal de cada lector; entonces, voy a dar algunos datos, a modo de intriga que sirvan de invitación a su lectura. Les diré de algunos hilos que unen los textos de Tiempo de ratas frías y otras historias.
Tiempo de ratas frías y otras historias
El itinerario personal de Cordoliani está compuesto por 18 cuentos, 18 historias que envuelven a mujeres, que dicen de mujeres, mujeres de distintos tipos pero todas alejadas del imaginario lugar común de la hembra guerrera o de ánimo varonil o de la hembra frágil y desvalida. Ni heroínas ni víctimas. Son mujeres que habitan en la ciudad o en el interior, que comparten el devenir de la cotidianidad. Y aquí me detengo un momento, estos relatos de Cordoliani tienen la virtud de juntar en un mismo espacio el imaginario de la ciudad y de lo rural, del pueblo; algunos de sus personajes y de sus mujeres se enfrentarán a esta dicotomía y el acontecer de sus historias, y en algunos casos el mundo interior de estas mujeres, estará marcado, asociado a ese ambiente.
“¿Quién no sabe que en los pueblos se resiste la soledad y el desamparo a costa de las historias de los otros, es decir, de las miserias ajenas?”, se pregunta la mujer de “El sonido en lo alto”, y eso es lo que hará el lector con este libro, asomarse a las historias de las otras, en unas miserias que quizás no le resulten tan ajenas. Para ser más precisa, debo decir que el lector irrumpirá en las historias de estas mujeres porque en realidad ninguna comienza, todas están en proceso, desde la primera línea estos relatos están siendo. El lector llegará en medio de una escena, interrumpirá un suceso, se encontrará ante una pregunta, se entrometerá en algo que venía sucediendo y le tocará ponerse al corriente de los sucesos. El lector deberá armar rápidamente el rompecabezas, llenar huecos, atajar vacíos, atender a lo no dicho y a lo que se sugiere entre líneas.
La forma de contar se sostiene en una absoluta austeridad, lo que imagino debe haber implicado un disciplinado ejercicio de despojo, revisión y poda. Los narradores de Tiempo de ratas frías y otras historias, que en su mayoría son mujeres, van al grano y hacen uso de la economía de medios, recursos y palabras. No hay excesos, todo está en su justa medida: las descripciones, los diálogos, los flashback, las elipsis. No esperen entonces, una narración complaciente, el lector deberá prestar mucha atención y estar listo para completar y articular las historias, para (re)crear la anécdota de cada uno de los cuentos de esta antología.
Los relatos de estas mujeres o sobre estas mujeres, no son historias felices pero tampoco son trágicas. Son una suerte de retratos sepia de la vida, del cotidiano. Y estos retratos sepia nos hablan de la memoria, de la identidad, del viaje, de la muerte, de la nostalgia, de la pérdida, de la soledad, del amor, del desamor, de la añoranza y de desencuentros. La fidelidad y el tono de esos retratos se logra desde un elemento fundamental: la distancia. En la narración no hay apego por lo que se cuenta, no se juzga, no hay sentimentalismo, no se toma partido; esos retratos son así, estas son sus historias sin adjetivos, sin adverbios. Sin sumar ni restar. La voz que relata está allí para eso: para contar, para decirnos de la vida.
Una de estas mujeres, la del cuento “Océano”, dice en algún momento, para sí misma: “Así debería ser la vida, con el mismo paisaje hacia adelante y hacia atrás, derechita y bien pavimentada, sin sorpresas, sin zozobras, sin posibilidad de pérdida, como esta vía que conocí con él…”. Pues bien, Tiempo de ratas frías y otras historias, este libro, sus mujeres y sus historias se encargan de mostrarnos que la vida, precisamente, no es como el anhelo de la mujer de “Océano”, que la vida es un paisaje cambiante, con una vía choreta y destartalada, llena de sorpresas, zozobras y pérdidas. Esa es la vía que nos toca transitar. Y es la que busca recorrer el libro.
Dejo estos hilos para que cada lector abra la puerta del mundo de la prosa, de las ficciones de Silda Cordoliani, una “narradora sutil –como señalaron Carlos Pacheco, Miguel Gomes y Antonio López Ortega– con gran capacidad para evocar y rememorar, de gran dominio instrumental”; aquí la invitación a acercarse a una “cuentística que escarba permanentemente en la intimidad de seres que están relacionados de una u otra manera”, que apuesta a los mundos interiores, “en un esfuerzo por inventar el ser, más que inventariarlo”.

@diajanida

martes, 26 de mayo de 2015

La herida de la violencia colombiana sangra en la obra de Óscar Collazos

La semana pasada falleció el narrador y columnista colombiano Óscar Collazos, a los 72 años de edad, de una esclerosis lateral amiotrófica, conocida como ELA, una enfermedad neurológica que ataca inicialmente al habla. La entrevista que reproduzco a continuación se publicó en 2012 en el diario El Nacional, con motivo de la visita del narrador colombiano a la Feria Internacional del Libro de la Universidad de Carabobo (Filuc) y un año antes del diagnóstico fatal. Sea esta una forma de hacerle merecido homenaje a quien lo merece. El tiempo verbal a sido cambiado para acomodar las circunstancias actuales, pero el resto se conserva casi igual, porque en la visión del autor sobre su país y sobre la tradición literaria de este no hay pérdida.


El recuerdo más feliz que atesoraba el narrador colombiano Óscar Collazos era correr por una playa de la costa del Pacífico de Colombia, sin zapatos y sin camisa. Libre y seguro. La nostalgia por la infancia perdida lo hacía declarar que su personaje de ficción favorito es Tom Sawyer, el héroe juvenil de la novela que Mark Twain publicó en 1876. No eran cosas de la vejez, hablaba del miedo. Al autor de La ballena varada (2003), como a muchos de sus compatriotas, la violencia de la guerra fraticida causada por el narcotráfico le quitó los lugares para recordar su juventud. Cuando llegó a Colombia en 1989, el autor que había vivido trashumante por 30 años se dio cuenta de que el narcotráfico le había cambiado el país y había “criminalizado su sociedad”, como me contó la tarde en que nos encontramos en la Feria Internacional del Libro de Valencia que visitó en 2012.
Y desde ese momento se dedicó no sólo a continuar la literatura de ficción que lo había inspirado en el exilio, sino también al periodismo. Cada segundo de su vida, cada letra de su obra dedicada a entender la tragedia en la nación vecina. En su último libro, Tierra quemada (2013) un grupo de infelices camina sin rumbo entre la selva y la violencia humana.

– ¿Qué relación hay entre la literatura de ficción y la de no ficción?
– Durante una época hice crónica periodística, y me hubiera gustado seguir haciéndola, pero hace aproximadamente 25 años me dedico más bien al periodismo de opinión, que utilizo como vehículo para reflexionar sobre la realidad de mi país, de América Latina y del mundo. Como tengo que estar informado permanentemente, estoy obligado a ver la realidad de una manera más rigurosa. Los temas que trato en mis novelas no hubieran sido posibles si antes no hubieran sido obsesiones mías como columnista de opinión. Hay una especie de retroalimentación de un género a otro.
– ¿Cómo Gabriel García Márquez, también novelista y periodista, aún influencia las letras colombianas?
– García Márquez no influyó ni en los temas ni en el estilo de la generación siguiente. Él mismo se quejaba y me decía que una de sus desgracias era no tener seguidores en su país. Lo que hubo fue una gran admiración por un escritor excepcional. Más que por García Márquez, me siento influenciado por autores del boom como Juan Carlos Onetti y el primer Mario Vargas Llosa. Por el último porque comencé escribiendo literatura de jóvenes en conflicto y por Onetti porque había un elemento de su realismo que iba a las profundidades de la condición humana, a su lado existencial, y no sólo al mito, como Cien años de soledad, por ejemplo.
– ¿Y las generaciones actuales, en especial la de los más jóvenes?
– Nos encontramos en una situación bastante curiosa: están vivas, y escriben, tres generaciones de autores colombianos. En primer lugar está mi generación, que ronda en este momento los 60 años de edad; en segundo, la que ocupan escritores como Santiago Gamboa, Héctor Abad Faciolince y Jorge Franco; y más recientemente, la generación de Juan Gabriel Vásquez, autor de El ruido de las cosas al caer, y Antonio Úngar, que escribió Tres ataúdes blancos.
“Los temas que trato en mis novelas no hubieran sido posibles si antes no hubieran sido obsesiones mías como columnista de opinión. Hay una especie de retroalimentación de un género a otro”
– En cuanto a su temática, ¿qué las diferencia?
– Hay una transición en los temas, pero la violencia, de una u otra manera, sigue siendo un factor dominante. El ruido de las cosas al caer narra la génesis de la moral del narcotráfico: cómo a partir de esta situación alguien cuyo destino podía ser otro decide hacer riqueza fácil. Es curioso cómo Vásquez retoma un tema que obsesionó a la generación anterior, es como si los colombianos no pudiéramos liberarnos de eso.
– ¿Sigue también usted obsesionado con el narcotráfico?
– No puedo evitar escribir sobre el narcotráfico, me encantaría dejar de hacerlo, pero está demasiado incrustado en mi imaginario. Pensé que lo había logrado con la novela juvenil que acabo de publicar y que está dedicada a la pérdida de la memoria. Pensé que en la laguna más profunda no había ningún elemento de violencia, pero resulta que sí, pues aparecen allí los cadáveres de unos jóvenes sin identidad en diferentes sitios de Colombia. Yo, por ejemplo, acabo de terminar una novela grande, pesada y abrumadora, Tierra quemada. Son 400 páginas de un texto histórico en el que quise tratar la violencia y la guerra en Colombia como una alegoría que consiste en lo siguiente: cerca de 500 víctimas de la guerra son reclutadas por un ejército paramilitar y conducidas a una especie de éxodo que las lleva hacia ninguna parte. Viajan y viajan por una geografía devastada, por un campo que ya no produce y unas rutas que no tienen salida. Por un mundo absolutamente arruinado, improductivo. Viajan hacia ninguna parte y muchas mueren en el camino. Les dicen que la guerra ha terminado, pero helicópteros y aviones cruzan el cielo hacia alguna parte. Se trata de la zozobra de esta gente que no sabe a dónde va.
– Y la guerra en Colombia, ¿terminó?
– No. Claro que no, aún no.

@michiroche


viernes, 22 de mayo de 2015

Chocrón va de la poesía al cine

 Bastaría que el párpado blanco de la pantalla
pudiera reflejar la luz que le es propia, 
para que hiciera saltar el universo.
Luis Buñuel


Sonia Chocrón es capaz de traducir los guiones, las cámaras y los actores en versos de sala  oscura, luz y  movimiento. De lam isma manera en que fue reinventada, a través del cine, la obra emblemática de Pamela Lynda Travers, la autora venezolana toma en esta oportunidad a la famosa  Mary Poppins y la convierte en poema. Además de guionista de cine, televisión y narradora Chocrón también es poeta. Se podría decir que le gusta ser reconocida como tal y la mejor prueba de ello son sus poemarios: Toledana (1992), Púrpura (1998), La buena hora (2002),  Poesía Re-unida (2010) y, ahora, Mary Poppins y otros poemas (2014). Esta última fue publicada por la editorial Lugar Común y  reúne 70 textos con versos que exponen un perfil cinematográfico, entre los títulos se encuentran: “Como una novicia rebelde”, “Hitchcock”, “Último tango”, “Ciudadano Kane”, “Poema para Chaplin”, “Un resplandor”, “Vaselina” y “El país de las maravilla”.
Mary Poppins y otros poemas
Los poemas, las películas y viceversa han tenido una relación fijada en la belleza. El segundo ha buscado en el primero introducir en la pantalla el mundo onírico, sensible e instintivo, pero también una manera de revelar la realidad. Por ello no es extraño descubrir que La tierra de Alvargonzález de Antonio Machado fue adaptada para la película La laguna negra y La marcha triunfal de Rubén Darío en el film ¡Ya viene el cortejo!, además de la influencia del surrealismo en las películas de Luis Buñuel o casos como el de Rafael Alberti que escribió poemas sobre los cómicos del cine mudo y “El Charlot sentimental” (1918) de Louis Aragon.
Además de que en Mary Poppins y otros poemas existe esa relación cine y poesía, incuestionable desde el título, la introducción y los versos, asimismo, en el poema central “Mary Poppins” se presentan otros elementos complejos e íntimos como, la madre, la hija, la tristeza y el recuerdo, es decir, en esta ocasión el film solo es un hilo, un vehículo: “por la predecible huida de Mary mamá Poppins / yéndose levemente en su paraguas volador / al aire / difusa / cada vez menos / cada vez menos / cada vez más mínima en la pantalla de la memoria”.
En el poema  “Un resplandor” se aprecia cierta camaradería con el protagonista, como si le dijera en una reunión lo mal que se ve y sumado a esto la ambigüedad en el nombre ya que como se conoce que Jack Nicholson hizo el papel de Jack Torrance  en el film que más que una adaptación es una reinvención de Stanley Kubrick con respecto a la obra de Stephen King: “Jack, / querido, / viéndote así / a plena luz, / no eres el mismo. / Eres peor”.
Mientras que en “Lo que el viento se llevó” solo el nombre guarda concordancia con una de las películas más conocidas de la historia ya que aquí Chocrón expone la niñez, la inocencia, el padre, la madre  y el transcurrir inexorable de  los años: “Un amor inconveniente que no pudimos coronar / la tersura de las manos de mi madre / la virginidad exacta / el jazmín que perfumaba las tardes necias / los abrazos rotos / el iris cielo azul de papá”.
En “Dumbo” transforma la ternura de un clásico infantil en una imagen dolorosa, oscura donde la muerte es la referencia principal: “Qué harán de mí / ahora que me encuentro como una elefanta / desplomada / en la autopista / y no sé si el vértigo soy yo misma / o los autos que me arrollan”.
Quien lea a Chocrón encontrará versos sencillos cargados de su trabajo de escritora y guionista. Y podrá descubrir además de la relación cine y poesía, notas muy íntimas y autobiográficas que repiten: “Las películas son como la vida”. Y lo son.

@DiosceMartínez

jueves, 21 de mayo de 2015

(Her)stoy es historia en castellano

(Her)story es un concepto en boga en la academia anglosajona desde la década de los años sesenta y durante los veinte años que duró la segunda ola del feminismo en Estados Unidos y Gran Bretaña, coincidente con la lucha por la igualdad de derechos civiles entre hombres y mujeres. El concepto se refiere a la tendencia naciente en las universidades a la vanguardia de los estudios feministas de reescribir la historia desde la perspectiva de los estudios del papel que jugaban las mujeres en la construcción del pasado.
Género y enseñanza de la historia
Es por las caudalosas corrientes del (her)story que navega la reciente colección de ensayos académicos reunidos bajo el título Género y enseñanza de la historia y publicado por Sílex Ediciones, sello español que desde hace unos años ha tenido un intenso desarrollo de prosa analítica fundamentada en los estudios de género. El libro presenta trece trabajos teóricos reunidos en cuatro secciones que parten de la idea de que para construir la historia de las mujeres –que es también la de los hombres, por cierto– es crucial entender su papel real desde la perspectiva de la alteridad pero evitando a toda costa los tonos que las victimizan con el objeto de hacerlas presentes, con sus luces y sus sombras, en la construcción del pasado social, promoviendo una educación en y para la igualdad. Uno de los grandes logros del volumen es que, al volver la cara hacia atrás, no solo se limita al estudio de los ámbitos donde las mujeres podían adquirir poder o estaban emancipadas, como en las clases pudientes, sino que su espectro incluye a aquellas fueron miembros de las clases menos favorecidas, como las esclavas en el Imperio Romano. En este sentido, Silencios y ausencias en la construcción del pasado, que es la frase que sirve de subtítulo en esta publicación de 379 páginas, resume bien su propuesta general, puesto que las mujeres no solo fueron borradas en el recuento del pasado, sino que al ser madres y esposas tuvieron que sufrir la indignidad de reproducir –literalmente– los individuos –énfasis en el masculino– que conformaron el estamento patriarcal que luego se empeñó en silenciarlas. Uno de los comentarios más acertados del volumen lo hace Rosa María Marina Sáenz en las conclusiones al señalar que al sustentarse en hechos, hazañas y batallas, en la historiografía tradicional solo “las actividades ‘masculinas’, como la política o la guerra, han sido (…) dignas de ser puestas por escrito”, negando un abultado coro de voces femeninas. Es esta tendencia la que Género y enseñanza de la historia comienza a revertir. Enhorabuena.

En cuatro… partes. Antonia Fernández de Valencia, especialista en discursos de género de la Universidad Complutense de Madrid, firma el ensayo que da título al libro. Allí propone rescatar los espacios de la intimidad y otros que se configuraron como los de la experiencia femenina en el pasado para visibilizar las situaciones de igualdad de géneros, haciendo hincapié en la importancia de la educación sentimental y social de los alumnos. Con este, el estudio de Isabel Izquierdo Peraile completa la primera parte, dedicada al Género y la historia y se propone valorar la contribución didáctica a la igualdad que pueden hacer las disciplinas de la museología y la arqueología.
La fundamental discusión de la teoría critica feminista sobre la relación entre identidad y alteridad se toma en cuenta en los ensayos de Mercedes Oria Segura, Gabriel Sopeña Genzor y Elena Maestro Zaldívar. La tercera parte del libro se refiere a los roles de género en diversos momentos de la historia europea antigua, en especial la romana como estudian Susana Reboreda Morillo, María Carmen Delia Gregorio Navarro, Alejandro Manchón Zorrilla, Rosa María Cid López y Almudena Domínguez Arranz. Las tres entradas de la cuarta y última sección del volumen, escritas por Rosa Marina Sáez Henar Gallego Franco y Vanesa Puyadas Rupéres, se ocupan de los personajes femeninos en la literatura fundacional de la cultura española.
A pesar de que en otras sociedades donde la perspectiva feminista ya avanza hacia su primera centuria la inclusión de las mujeres en la historia es algo común, en España es raro y lo es también en el resto de Iberoamérica, porque la desidia y la desinformación son males que se extienden a ambos lados del Océano Atlántico. Género y enseñanza de la historia se propone contar el principio –o casi, por aquello de que prefiere los ensayos sobre la Antigüedad y tiende a saltarse la Prehistoria– de una historia de desigualdades en donde las mujeres son tan victimarias como víctimas. Pero la iniciativa no debe quedar allí. La invitación es a que vengan otros libros similares, desde la academia o desde el ensayo literario, que continúen el arduo trabajo que queda por delante: desmontar los paradigmas culturales sustentados en más de 6.000 años de una escritura sesgada del pasado. Solo de esta manera podremos celebrar que la cultura por fin se convierta en un territorio tan femenino como masculino.

@michiroche

martes, 19 de mayo de 2015

Clara Obligado: “No estoy interesada en las grandes teorías, sino en lo que hace la gente”

A Clara Obligado no le gustan los eufemismos ni las medias tintas. Afronta la vida diciendo lo que piensa, aunque con eso moleste a la gente al desmontar los discursos de clase y de género y, con especial ahínco, aquellos oficializados por la historia. Esta actitud kamikaze entra en sus obras bajo la forma de una literatura “excéntrica”, como la llama la académica Carmen Valcárcel. No solo se trata de que sus libros estén fuera del núcleo del canon impuesto por la concentración de editoriales en España, a pesar de que desde 1976 este sea el país de residencia de la autora nacida en Buenos Aires. Se refiere a que Obligado prefiere las fronteras móviles por reconocer en lo híbrido y lo inconstante el mejor retrato de lo íntimo.
Clara Obligado
Cortesía Páginas de Espuma
En su reciente La muere juega a los dados, un libro de cuentos que construye una novela policial donde se cuenta la historia de Argentina en el siglo XX a través de las anécdotas de una familia rica, esta manera de entrelazar vida y literatura alcanza (o mejor: construye) nuevas fronteras. En las historias de su propio linaje crea sobre su cuerpo, fuera del núcleo del canon literario, desde su ombligo; el ombligo de sus cuentos, el meollo de sus preocupaciones existenciales. Y lo hace no una, sino dieciocho veces: una por cada cuento. Así realiza un sueño de escritores: fungir vida real con la imaginaria.
Y tan contenta está con la forma que resultó en esta obra que continúa multiplicando estructuras geográficas, anécdotas familiares y ensayando novelas en cuentos para la obra que escribe ahora sobre la calle del Barrio de las Letras en Madrid en la que vive, como un emplazamiento desde donde mirar la transición española, usando su perspectiva de inmigrante llegada a este país al año de la muerte de Francisco Franco: “La España que yo veía no era glamorosa, pienso que fue escasa la transición. Quiero contar la visión del latinoamericano”, explica la autora de La hija de Marx (Premio Lumen de Novela, 1996).

– ¿Qué género disfruta más, la novela o el cuento?
– La novela está comercializada y no pienso comulgar con las leyes del mercado. No sé lo que escribiré en el futro, pero el cuento es un género más sofisticado. Decir esto es peligroso porque también puede haber novelas sofisticadas, pero el cuento está en proceso de evolución. A mi me interesa esa plataforma de investigación: si me pusiera a escribir de los temas que me interesan en una plataforma clásica no podría terminar el proyecto, me aburriría.

– ¿Piensa, como algunos escritores, que los cuentos tienen fórmulas?
– La estructura para mi es el texto. El término “fórmula” me parece pobrísimo para definir el proceso de la escritura que es el descubrimiento del eje. Contar es fácil; sé hacerlo por oficio, pero cuado me meto yo misma en lo que escribo descubro la semilla dentro de un tema y esa semilla es una estructura.

– Las anécdotas en La muerte juega a los dados son historias de algunos miembros de su familia ¿encuentra algo catártico en la autoficción?
– Apenas tenía una historia que quería contar; la necesidad permanente de construir un discurso desde otro lado. El discurso de la clase alta argentina todavía permanece y hay que desmontarlo: la gente de este estrato se siente intocable porque está fundamentada en los secretos. Ya me he liberado de todo lo que podía liberarme así que ese no era mi objetivo.

– Son imágenes con las que creció, construyen su historia personal.
– En España no tengo mi pasado, estoy convertido en una extranjera y a nadie le interesa mi historia. Si la cuento llamas la atención como algo exótico, convirtiéndome en un tópico. Acá no digo lo que opino de Argentina porque sé que me van a dar lecciones de Argentina. Y llega un momento en que siento que tengo derecho a mi pasado y el mío es uno de clase alta y eso es urticante para alguna gente; veremos cuando el libro llegue a Argentina.

– En esta obra se repite un tema de El libro de los viajes equivocados (2007) donde la Segunda Guerra Mundial se usa como imagen del mal.
– Sí, la tomo como metáfora de la violencia; debería hablar de Argentina, en realidad, pero es muy duro, por eso le doy la vuelta. Al final, no me interesan los malos sino qué hacen los buenos mientras los malos hacen lo que hacen. Trabajo la vida de la gente normal. No estoy interesada en las grandes teorías, sino en lo que hace la gente.

– Esa es la propuesta del cuento “El efecto coliflor”, en el cual también hace algo interesante: desplaza la atención del protagonista tradicional de la intriga detectivesca. Los autores contemporáneos están obsesionados con el hermeneuta.
– Eso es muy masculino. En mi literatura siempre está desplazado el Gran Hombre. En La hija de Marx se cuenta toda la historia de la gente alrededor de Marx, pero este apenas cruza en un capítulo. Eso ha irritado a los críticos. La idea de la gran mente, del gran hombre o del gran intelectual es una manera masculina de ver el mundo.

Más sobre Obligado en Colofón Revista Literaria:


@michiroche


jueves, 14 de mayo de 2015

Memorias en blanco y negro

La novela El metal y la escoria comienza a finales del siglo XIX, cuando Emeterio Celorio salió del pueblo español de Vibaño para “hacer la América” en Ciudad de México. Su nieto, el escritor Gonzalo Celorio usa esta anécdota para indagar en el pasado de la familia de su padre y en esta línea argumental cifra otra, la de su propio pasado reciente: “Conocí a mi abuelo paterno cincuenta y cinco años después de su muerte, la tarde que sepultamos a mi padre”. Este segundo relato avanza desde los primeros recuerdos del autor en el seno de una familia de 12 hijos hasta la vejez, sobre la que parece pesar, irónicamente, una enfermedad que ataca primero a la memoria. “Imaginas que al final acabas por perder tus recuerdos más remotos, en los que cifras tu identidad y a los que te aferras como el exiliado que antes de abandonar el país busca su acta de nacimiento, su certificado de estudios y el retrato de su amada, a la que nunca más volverá a ver”, escribe Celorio casi al final de la novela en la que ha mezclado testimonios de sus hermanos, documentos y fotos de la familia de su padre y retazos de la historia mexicana y española, en un procedimiento parecido al que realizara con el relato de la vida de su madre y sus tías en la novela ambientada en La Habana de mediados del siglo XX. Tres lindas cubanas (2006).
El metal y la escoria
Pero si se tratara solo de un ejercicio de autoficción sería bastante escaso el mérito de esta novela cuyo logro es su entramado narrativo y emotivo entre el pasado remoto y el reciente. A la historia del inmigrante español que pasó de la absoluta miseria a ser el fundador y dueño de un emporio de destilerías se superpone el recuento de la dilapidación que hicieron de esa fortuna sus herederos, los tres hermanos mayores del padre de Gonzalo Celorio, hundidos en vicios como el alcohol, las mujeres y el juego hasta que a cada uno lo alcanzó la muerte, aunque también se sospecha de cierto manejo oscuro de su herencia por el socio de Emeterio, Ricardo del Río. Y con esta línea argumental de aventura y traición se intercala el relato de las vicisitudes de la enorme familia en que se crió el narrador y de la suerte que tuvieron los tres hijos menores de Emeterio, el padre del escritor y sus tres hermanas menores. Una de las anécdotas que da cuenta de la difícil vida familiar del autor es el recuerdo de su inscripción en los boy scouts, para la cual, como su madre no consiguiera una foto suya, lo mandó al grupo con una de su hermano Eduardo, su inmediatamente mayor, en la que aparecía con el pelo al rape porque la tomaron en una época cuando los habían despiojado a todos los chicos, antes de soltarle una frase de brutal sencillez:
“– ¡Pégale esta! (…) Total, todos mis hijos son iguales”.
Y es justamente esa correspondencia con sus hermanos que sus padres siempre auspiciaron lo que permite construir el último y más impactante giro narrativo de El metal y la escoria: el descubrimiento de un narrador sobre el cual podría pesar la sentencia de una enfermedad degenerativa como el Alzheimer, como le ocurriera a su hermano mayor, Benito. “El miedo a peder la memoria te ha llevado a imaginar escenarios futuros escalofriantes”, escribe Gonzalo Celorio: “Y para salir de tu pesadilla, piensas que si escribieras esos espantosos devaneos de tu imaginación y los incorporaras a tu propia novela, quizás podrías conjurar la condición profética que tu angustia les atribuye, porque siempre has creído que la novela, lejos de ser un vaticinio, es un exorcismo. Por eso escribes”.
Aquí que se descubre el motivo que permanecía oculto bajo el entramado de memorias propias y ajenas, quizá el más importante: una batalla eterna contra el olvido, la necesidad de que la novela se convierta también en un artefacto para conjurar la enfermedad porque, aunque se resista a dar respuestas, como llega a escribir en alguna de las 314 páginas del libro editado por Tusquets, son justamente en la búsqueda de esas respuestas en las cuales se le va la vida al narrador.
El metal y la escoria, de esta manera, no se presenta solo como las memorias de una familia rica venida a menos o la supervivencia  de una pobre, sino que vuelve a un tema arquetipal como la lucha del hombre contra sí mismo, contra su propio cuerpo como fuente de sus malestares, representada por la vejez y la falta de memoria. Esta novela es, en otras palabras, las memorias de un hombre –el narrador ficticio que Gonzalo Celorio ha construido– que se está quedando sin memoria.
@michiroche


martes, 12 de mayo de 2015

Manuel Moyano y la “escritura parcial”

“Mi vida puede resumirse en dos frases. Ya he gastado ambas”, escribe Manuel Moyano en su microcuento “Laconismo”, publicado, junto otros 99 de ese género, en el libro Teatro de ceniza, del año 2011.
Lo bueno de esas frases es que no son autobiográficas. La vida de este autor nacido en Córdoba en 1963 son muchas vidas a la vez, puesto que –a pesar de que se graduó en la universidad como ingeniero agrónomo– ejerce con igual desparpajo el oficio del narrador en distancias largas, breves y brevísimas, el sesudo autor de ensayos de corte antropológico y ese, que parece menos divertido, de funcionario del ayuntamiento de Molina de Segura en la sección de cultura.
Manuel Moyano
Cortesía Festival de la Lectura de Chacao
A sus 51 años de edad ha publicado 11 libros –2 novelas, 3 colecciones de relatos, otra de microrelatos y 5 de ensayos–, pero para Moyano no es suficiente: se asume como un escritor parcial. Y eso que quedó como finalista en el más reciente Premio Herralde con su segunda novela, El imperio de Yegorov. La obra está compuesta de varios textos en los cuales una expedición de antropólogos a Oceanía hace más de medio siglo abre paso a una intriga de aventuras y espionaje contada por entradas de un diario, recortes de periódicos e informes oficiales. “La antropología siempre me ha impresionado, puesto que me gusta observar las diversidades entre culturas y, a la vez, las similitudes que pese a todo hay entre todos los hombres. Me interesa descubrir en qué medida la cultura puede modificar el comportamiento”, señala el autor de El experimento de Wolberg (2008).

La plenitud de lo parcial. Es interesante que Moyano se describa como autor “parcial”, que no “vive de escribir”, puesto que no puede decirse que sea un autor a medias ni improvisado. Además del reconocimiento de Anagrama, ganó un reconocimiento con su primera obra de narrativa extensa, La coartada del diablo, el Premio Tristana de Novela Fantástica (2006) y el premio Tigre Juan a la mejor primera obra narrativa en 2001, cuando casi llegaba a los 30 años, por la colección de relatos El amigo de Kafka. Tampoco puede decirse que descubriera la escritura tarde, porque a los 17 años ya había comenzado con esa costumbre. Entonces leía a Isaac Asimov y Julio Verne y para él escribir era sinónimo de plantear aventuras. “No pensaba en el estilo”, cuenta como quien revela su primer gran hallazgo profesional: “Cien años de soledad fue para mi una novela bisagra, puesto que pasé de solo interesarme en qué se contaba en los libros a interesarme por la manera en que se escribe”. Allí comenzó un deslumbramiento con los hispanoamericanos que lo llevó a conocer autores como Mario Vargas Llosa, Julio Garmendia, Carlos Fuentes, Bioy Casares, Mario Benedetti, entre otros: “Entonces me planteé escribir como una forma de arte, pero aún así, desde ese momento hasta que publiqué mi primer libro, todavía pasaron 17 años”.
Si Moyano dice que es un escritor parcial es por su humildad: no vive de escribir para no tener que administrar elogios ni preocuparse mucho por cualquier cosa que no sea el disfrute de la escritura. Por eso el mercado no ensombrece la bella fantasía de originalidad y mesura que es el rasgo de sus cuentos, tanto en los breves como en los brevísimos –a los cuales, por su intensidad, asume como las obras narrativas más próximas a la poesía.

El paseo sobre un meteoro. En Molino de Segura, la ciudad de unos 60.000 habitantes al sureste de España, donde vive Moyano, cayó en 1858 un meteorito en cuyos efluvios los promotores culturales de la región han querido ver el origen de cierta ebullición de escritores nacidos o residenciados en esa cuidad cercana a Murcia, a pesar de que más allá de ser coetáneos no exista un ethos ni inquietudes comunes entre ellos. Para honrar esta feliz casualidad literaria, hace casi un lustro se inauguró el Paseo de las Letras en el Parque de la Compañía, con una decena de placas al estilo Hollywood –pero que en lugar de estrellas tienen un asteroide dibujado– dedicadas a los autores más célebres de la localidad; los nacidos en Molina de Segura, como Lola López Mondéjar (1958), Paco López Mengual (1962) y Lorena Moreno (1992), y los residenciados allí, como Elías Meana (Salamanca, 1946),  Pablo de Aguilar González (Albacete, 1963), Rubén Castillo Gallego (Blanca, 1966), Jerónimo Tristante (Murcia, 1969), Marta Zafrilla (Murcia, 1982) y el fallecido Salvador García Aguilar (Rojales, 1924 – Molina de Segura, 2005). Moyano mismo pertenece a este grupo. “Hay una cierta desproporción entre el número de habitantes y la ebullición literaria del lugar”, bromea y añade que cuando les visitan escritores reconocidos –Almudena Grandes, Juan José Millas o Fernando Savater– el ayuntamiento tiene la costumbre de investirlos de asteroides honorarios.
Como en el caso de El principito, que tiene su propio planeta y que mira desde este lo más bonito de la tierra, Moyano tiene su propio asteroide desde el cual mira la literatura. Y, quizá, en esas dos opciones sí que le gustaría completar su escritura.

@michiroche

viernes, 8 de mayo de 2015

Cuentos en círculos

El libro más reciente de Federico Vegas reúne 14 cuentos donde el autor vuelve sobre su mundo familiar: allí están los amigos, las reuniones sociales, los amores fortuitos, así como también su manía de multiplicar los personajes con su nombre, no se sabe si con el objeto de lograr la credibilidad del lector o debido a una comprensión literal de la narración en primera persona.
Nostalgia esférica
A pesar de su título, el grueso de Nostalgia esférica, tiene poco que ver con el “deseo doloroso de regresar a casa”, que es la definición de nostalgia. A excepción de “Somerville”, en el cual un escritor sale del país con su esposa y sus hijos con el objeto de terminar una novela que le había prometido a una editorial, y en el cual su “familia estaba apegada a Caracas con la fiera espiritualidad de los héroes jóvenes y bellos”, los relatos del libro giran, más bien, alrededor de los viajes, las estancias cortas y algunos recuerdos del pasado. Y eso que una de las mejores reflexiones del libro se encuentra en la introducción, refiriéndose a las dimensiones de la nostalgia: “A los venezolanos la nostalgia se nos ha tornado esférica: sentimos tanto el dolor de querer marcharnos como el de querer volver y el de haber vuelto”. Preciosa y, tristemente, real esta frase.
Es imprecisa, también, la relación entre la idea de evitar la nostalgia, para “sentirnos menos amputados”, como promete el también autor de Falke (2005) en el prólogo con la historia del hombre que se quema una mano, de otro que viaja a un campamento de gorditos para perseguir a una mujer de la que se ha enamorado, o la de un joven que resuelve de manera fortuita el embrollo sentimental de la hermana de su novia, así como tampoco en el caso de un adolescente que estudia en New Hampton School y comienza sus incursiones amorosas en las vacaciones cuando visitaba a su abuela en Caracas. Menos claro queda la enunciación del “angustioso deseo de retornar al terruño” en la narración de la enfermedad y la muerte del padre mientras un escritor se retira a Barcelona para terminar una novela que titula “Un suspiro de mantequilla”, la de un primo que viene de visita de Europa un año nuevo en “La embestida” o la de un hijo que cuida a su padre en la clínica titulada “El astrónomo”.
Resulta claro que el libro está atravesado por la muerte del padre, debido a la cantidad de veces que se repite este motivo, bien sea como elemento que desencadena un relato, como centro del mismo o como detalle anecdótico. He allí una forma de nostalgia acaso más “esférica”: la reorganización completa del mundo íntimo que supone perder al progenitor.
Lo que sí resulta evidente en la decena y media de narraciones en Nostalgia esférica es la revelación de “ciertos mitos, vacíos y eslabones perdidos en la comprensión de nuestro tiempo” con el objeto de entender “qué podemos ser”. He allí la fortaleza de la escritura del autor nacido en 1950, la descripción del universo apegado a las tradiciones de las familias mantuanas de Caracas, que se mantiene en el tiempo, aunque sea solo sostenido por la memoria, a pesar de la erosiones sufridas en los más de 15 años de revolución bolivariana.

Redondas reflexiones. La literatura de Vegas está construida a partir del enunciado de frases categóricas, que abundan tanto en sus novelas como en sus cuentos. Nostalgia esférica no es la excepción. Hay reflexiones exitosas en la forma como definen el ethos nacional como esas con las que describe la caída de Marcos Pérez Jiménez en 1958: “El dictador salió huyendo y hubo más muertos en la celebración que durante el derrocamiento”. Otras sobrecogen por la profundidad de los sentimientos expresados con sencillez. “Llega un momento en que la vida comienza a consumirse como una llama que no calienta y la fuerza de nuestros sentimientos no pueden darle ya sentido a esa consumición, a ese incendio que se torna puro espectáculo”, escribe en “El entierro”, donde la muerte de un galgo del Canódromo de Porlamar, convertido en perro callejero cuando cerró el establecimiento, revuelve los sentimientos de pérdida de una mujer.
Sin embargo, hay otras oraciones aquí que dejarán perplejo al lector por su talante tautológico. Tal es el ejemplo de la reflexión que puede leerse en el relato de un hombre que después de años vuelve a la arepera La Frontera que frecuentaba en uno de sus primeros trabajos en “La corte de Solimán”: “No hay nada más diferente a un hombre que una mujer, y nada más parecido a una mujer que un hombre”. Otra por el estilo es “mi madre decía que cuando una mujer se enamora de un cojo o un pintor es imposible sacárselo de la cabeza”, que puede leerse en “El Balcón”, la historia de un hombre que se enreda con la mujer de un pintor. Pero lo que parece interesantes es que estas frases siempre terminan neutralizándose por otras que apelan a la estética, como el caso de la descripción que hace en “Choroní” de una mujer: “Le faltaba inspiración, le sobraba melancolía y creo que sufría de esa cobarde prudencia que llamamos sensatez”.
Y la frase viene a cuento porque así se presentan los relatos de este libro: les falta expatriación, les sobra tristeza y creo que sufren de esa tranquilizadora sencillez que denominamos estilo.

@michiroche


martes, 5 de mayo de 2015

Anelio Rodríguez: “Soy una especie de tejedor”

La simpatía del canario Anelio Rodríguez demuestra que el gentilicio es un accidente geográfico. Sentado en el lobby del hotel CCCT, el escritor nacido en Santa Cruz de La Palma en 1963 gesticula a brazos abiertos, se ríe con los ojos entornados hacia el cielo raso que cubre el espacio y bromea con los mesoneros que lo atienden. “¿Yo debo parecerles un venezolano que se viste raro, verdad? ¡Es que los canarios y los venezolanos somos iguales!”, dice con la boca hecha una sonrisa.
Anelio Rodríguez
Cortesía Festival de la Lectura de Chacao
En efecto.
Si no fuera por el dejo nasal de algunas vocales y cierta ausencia de las “eses” en lugares distintos a la usanza caribeña, el ganador de los premios “Ciudad de Santa Cruz de Tenerife” –con Ocho relatos y un diálogo, en 1992– y el “Tiflos”, convocado por la ONCE –en 2004, con El perro y los demás– podría pasar por un venezolano. Y bien que le gustaría porque en Caracas, dice, se siente como en su casa.
“Un placer que asocio con la lectura es la amistad”, explica el autor invitado para el VII Festival de la Lectura de Chacao antes de añadir que le gusta cultivar las relaciones con otros compañeros de profesión; quizá como una manera de encontrar compañía en el oficio de las letras, marcado por un pacto con la soledad. Por eso ha traído desde su isla de ultramar libros para Silda Cordoliani y José Balza, así como tabacos para Igor Barreto.

El escritor fantasma. A Rodríguez le gusta decir que es un escritor fantasma. Esto se debe a que vive en la isla más chiquita del archipiélago de Las Canarias, a que sus libros se han agotado sin perspectiva de reposición –bien porque las editoriales que los publicaron ya no existen o porque no tienen interés en hacerlo– y, principalmente, porque tiene cinco libros inéditos.
Narrador de las distancias cortas, como el microcuento, el relato y la novela breve y autor de ensayos de género filológico e historiográfico, así como también de artículos de opinión, el trabajo de Rodríguez puede leerse en diversas antologías de narradores, como L’oceano, la chitarra e i vulcani (1995), Los mejores relatos canarios del siglo XX (2005), Cuentos de la Atlántida (2005) y Generación 21: nuevos novelistas canarios (2011). “Reconozco que tengo facilidad para los textos breves, pero creo que con los años me he ido especializando en el relato corto”, señala el autor traducido al italiano, al alemán, al francés y al portugués: “Es muy difícil dominar este género. A veces escribo relatos que parten de una imagen muy nítida, pero hay otras las que mis obras parten de una idea o un concepto. Hay veces en que tengo los cuentos en la cabeza completamente estructurados. Soy una especie de tejedor. Cuando me siento a escribir lo hago como el que está trabajando en un tapiz: intento que una frase lleve indefectiblemente a otra, para que al final no sobre ni falte nada. Este es un trabajo agotador e ingrato. Por eso, con los años, me he ido volviendo muy autoexigente”.
A pesar de que comenzó a asomarse a las letras a través de la poesía, género al cual en un principio se arrojó con el ímpetu de la juventud que lo inspiraba, una amiga suya, Elsa López, escritora y fundadora de Ediciones La Palma, le aconsejó incursionar en la narrativa. Y fue así como escribió “de un tirón”, en unos meses, las dos decenas de relatos que integran su primer libro en este género, La Habana y otros relatos, estructurado como una serie de monólogos basados en la oralidad canaria.
Durante una década, entre 1995 y 2005, Rodríguez de dirigió la revista La fábrica (Miscelánea de arte y literatura), que dio a conocer en toda España a autores y artistas canarios. Hoy en día se dedica únicamente a dar clases y a escribir; por la mañana una actividad, por la tarde, la otra. “El profesor educa al escritor para que sea humilde, para que escuche las voces que suenan alrededor, para que sea flexible ante el prodigio que es la realidad de la vida y, lo más importante, para que no pierda nunca la capacidad de asombro. Por el otro lado, el escritor al profesor le enseña a ser constante, a ser fiel a sus ideas, a tener paciencia”, señala Rodríguez que versa en la paciencia y en la humildad su oficio de escritor, sin estridencias ni falsos laureles. Así vive feliz, dice, como un espectro que solo se materializa en los momentos necesarios: en los momentos que sean pura literatura.

 @michiroche