La
novela El metal y la escoria comienza
a finales del siglo XIX, cuando Emeterio Celorio salió del pueblo español de
Vibaño para “hacer la América” en Ciudad de México. Su nieto, el escritor
Gonzalo Celorio usa esta anécdota para indagar en el pasado de la familia de su
padre y en esta línea argumental cifra otra, la de su propio pasado reciente: “Conocí
a mi abuelo paterno cincuenta y cinco años después de su muerte, la tarde que
sepultamos a mi padre”. Este segundo relato avanza desde los primeros recuerdos
del autor en el seno de una familia de 12 hijos hasta la vejez, sobre la que
parece pesar, irónicamente, una enfermedad que ataca primero a la memoria. “Imaginas
que al final acabas por perder tus recuerdos más remotos, en los que cifras tu
identidad y a los que te aferras como el exiliado que antes de abandonar el
país busca su acta de nacimiento, su certificado de estudios y el retrato de su
amada, a la que nunca más volverá a ver”, escribe Celorio casi al final de la
novela en la que ha mezclado testimonios de sus hermanos, documentos y fotos de
la familia de su padre y retazos de la historia mexicana y española, en un
procedimiento parecido al que realizara con el relato de la vida de su madre y
sus tías en la novela ambientada en La Habana de mediados del siglo XX. Tres lindas cubanas (2006).
El metal y la escoria |
Pero
si se tratara solo de un ejercicio de autoficción sería bastante escaso el
mérito de esta novela cuyo logro es su entramado narrativo y emotivo entre el
pasado remoto y el reciente. A la historia del inmigrante español que pasó de
la absoluta miseria a ser el fundador y dueño de un emporio de destilerías se
superpone el recuento de la dilapidación que hicieron de esa fortuna sus
herederos, los tres hermanos mayores del padre de Gonzalo Celorio, hundidos en
vicios como el alcohol, las mujeres y el juego hasta que a cada uno lo alcanzó
la muerte, aunque también se sospecha de cierto manejo oscuro de su herencia
por el socio de Emeterio, Ricardo del Río. Y con esta línea argumental de
aventura y traición se intercala el relato de las vicisitudes de la enorme familia
en que se crió el narrador y de la suerte que tuvieron los tres hijos menores
de Emeterio, el padre del escritor y sus tres hermanas menores. Una de las
anécdotas que da cuenta de la difícil vida familiar del autor es el recuerdo de
su inscripción en los boy scouts,
para la cual, como su madre no consiguiera una foto suya, lo mandó al grupo con
una de su hermano Eduardo, su inmediatamente mayor, en la que aparecía con el
pelo al rape porque la tomaron en una época cuando los habían despiojado a
todos los chicos, antes de soltarle una frase de brutal sencillez:
“–
¡Pégale esta! (…) Total, todos mis hijos son iguales”.
Y
es justamente esa correspondencia con sus hermanos que sus padres siempre
auspiciaron lo que permite construir el último y más impactante giro narrativo
de El metal y la escoria: el
descubrimiento de un narrador sobre el cual podría pesar la sentencia de una
enfermedad degenerativa como el Alzheimer, como le ocurriera a su hermano mayor,
Benito. “El miedo a peder la memoria te ha llevado a imaginar escenarios
futuros escalofriantes”, escribe Gonzalo Celorio: “Y para salir de tu
pesadilla, piensas que si escribieras esos espantosos devaneos de tu
imaginación y los incorporaras a tu propia novela, quizás podrías conjurar la
condición profética que tu angustia les atribuye, porque siempre has creído que
la novela, lejos de ser un vaticinio, es un exorcismo. Por eso escribes”.
Aquí
que se descubre el motivo que permanecía oculto bajo el entramado de memorias
propias y ajenas, quizá el más importante: una batalla eterna contra el olvido,
la necesidad de que la novela se convierta también en un artefacto para
conjurar la enfermedad porque, aunque se resista a dar respuestas, como llega a
escribir en alguna de las 314 páginas del libro editado por Tusquets, son
justamente en la búsqueda de esas respuestas en las cuales se le va la vida al
narrador.
El metal y la escoria, de esta manera, no se presenta solo
como las memorias de una familia rica venida a menos o la supervivencia de una pobre, sino que vuelve a un tema
arquetipal como la lucha del hombre contra sí mismo, contra su propio cuerpo
como fuente de sus malestares, representada por la vejez y la falta de memoria.
Esta novela es, en otras palabras, las memorias de un hombre –el narrador
ficticio que Gonzalo Celorio ha construido– que se está quedando sin memoria.
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