jueves, 30 de octubre de 2014

Lo erudito y lo cotidiano en la Tierra

La voz erudita pero sin ornatos que suena en ¿Hay vida en la Tierra? hace del libro de Juan Villoro una obra fundamental para la biblioteca tanto de sus fanáticos, como la de aquellos que comienzan a descubrirle.
Edición Almadía (México, 2013)
Publicado en México por el sello independiente Almadía en 2012, en España por Anagrama y en Venezuela por Puntocero, el libro presenta una centena de sus artículos de opinión seleccionados entre los escritos desde mediados de la década de los años noventa hasta 2011 en las columnas “Autopista” y “Domingo Breve” que hasta 1999 tuvo en el periódico La Jornada Semanal, la titulada “Días robados” que sacó en la revista Letras Libres entre 2001 y 2004 y las colaboraciones que por cinco años publicó en el diario Reforma.
Los textos escogidos aquí no corresponden exactamente con el estilo de prosa de las páginas editoriales de la prensa diaria en las cuales se disecciona la realidad a partir del análisis de una propuesta. Las entradas de ¿Hay vida en la Tierra? se acercan más a la crónica –que el mismo Villoro define como “el ornitorrinco de los géneros”– al presentar la breve narración de episodios reales o ficticios, con el objeto de asegurar la atención del lector para quien resulta más fácil digerir la exposición de ideas abstractas a través de breves situaciones concretas. En “Cien historias”, que sirve de prefacio a la publicación, el mexicano nacido en 1956 se refiere a esta particularidad que atraviesa todos los escritos de este libro que “reúne artículos, o articuentos, como Juan José Millás llama a los aguafuertes periodísticos donde explora la fantasía de los hechos que aspiran a la condición de relatos accidentales” y los cuales –cuando los concebía para los medios de comunicación– intercalaba con otros relacionados con la pauta periodística de la semana que, según dice, “de manera más convencional justificaron mi papel de editorialista”. Así, hallaban desembocadura en la pluma del mismo autor la inmediatez del comentario noticioso y la profundidad de la crítica social, bien fuere por medio del análisis concienzudo propio del colaborador periodístico o de la narración sencilla de este heredero intelectual del también mexicano Carlos Monsiváis (1938-2010).
Pero si Villoro prefiere presentar breves narraciones es porque, como ocurre también en las buenas antologías de cuentos, ¿Hay vida en la Tierra? muestra el catálogo de sus obsesiones literarias, entre las cuales figuran los rasgos de identidad de su país, el entrecruzamiento de la cultura popular con las tradiciones folklóricas y los efectos de las nuevas tecnologías sobre las relaciones humanas. En esta colección de brevísimas obras maestras, el narrador, ensayista y reportero referencial de las letras mexicanas de estos tiempos trata con asuntos tan disímiles como la reconfiguración de las relaciones que ha causado la omnipresencia del celular –“que alguien te fotografíe con un teléfono debería ser una transgresión simbólica tan obvia como que un cura te dé la bendición con un zapato”, escribe– o los encantamientos mexicanos para mejorar el clima, que son sospechosamente parecidos a los venezolanos, incluyendo el cuchillo que antes de las fiestas se clava en la tierra para evitar que llueva –pues “la superstición es la forma más práctica de enfrentar los enigmas de la naturaleza”, según concluye–. Más adelante disecciona la identidad nacional mexicana, no a partir del significado de las rancheras sino del personaje más estereotipado de su cultura: el mariachi. “Prefiero que me den toques eléctricos a oír mariachi”, dice a un amigo que sintió insultado su nacionalismo al oírle. Pero Villoro encuentra en el perfil del músico nacional un revés interesante al pesimismo de sus compatriotas: “la contradicción entre orgullo fiestero y la crítica de nuestras lacras encuentra perfecta expresión en una música que nos exalta y nos aturde en idénticas dosis. ¿Hay mejor forma de mezclar irreconciliables intereses?”, propone en la entrada titulada “Se me olvidó otra vez”. Y es tal mezcla entre lo pop y lo tradicional, fundamentados sobre la erudición de quien ha sido profesor en la Universidad Autónoma de Madrid, en Yale, la Pompeu Fabra de Barcelona y Princeton la que evidencia la importancia de este título como caleidoscopio de la extensa obra de Villoro.

@michiroche


  
Nota: una versión de esta reseña fue publicada en el blog de la institución financiera Banesco (http://blog.banesco.com/blog/)







martes, 28 de octubre de 2014

La vida en movimiento de Santiago Gamboa

Si existiera en el Diccionario de la Real Academia Española una definición de cronista de viaje, el nombre de Santiago Gamboa bastaría como ilustración. No sólo es “un tipo solitario con los ojos bien abiertos, que escruta el mundo”, como escribe en Océanos de Arena que es el paradigma de estos autores, sino que las metáforas del viaje, la traslación y el exilio –tanto el interior como el exterior– estructuran su narrativa.
Océanos de arena, 2013
En su manera de asumir y reseñar sus periplos por el mundo y de preocuparse por la parquedad con la que el género se ha tratado en la tradición literaria en castellano a la que pertenece,  el autor colombiano recuerda al estadounidense Paul Theroux, al neerlandés Cees Nooteboom o al inglés de herencia india y trinitaria, V.S Naipul. Es, como estos tres autores que admira, un intelectual que aborda la narrativa de viajes como una inmersión total en una cultura que le es ajena, como un ejercicio de libertad, ciudadanía y erudición. Por eso este libro, igual que ocurre con Octubre en Pekín (2001), se inserta en la intimidad del lector, igual que ocurre con toda la buena literatura, demostrando que la narrativa de viajes es tan buena o mejor que toda la prosa necesaria de la literatura.
“Me gusta llegar a sitios donde soy anónimo. Una de las cosas más fascinantes es ver a los demás y verte en sus ojos. Por eso me siento a gusto en lugares lejanos como China, la India o África. Me gusta saber qué cosas de mi cotidianidad sorprenden por esos lados”, me dijo en una entrevista que publiqué en noviembre de 2011 cuando visitó Caracas por primera vez dar una conferencia organizada por la Sociedad de Amigos del a Cultura Urbana, que llevaba por título La Ciudad y el Exilio.
Esa necesidad de verse en los ojos de los otros configura también la perspectiva del autor en Océanos de arena: Diario de viaje por Medio Oriente, una colección de tres crónicas extensas de sus recorridos por Siria, Israel –a la que llama “Antigua Palestina”– y Jordania, en las cuales se mezclan el recuerdo del pasado inmemorable con el conflictivo presente para mostrar los tres vértices de la batalla por la modernización tal y como se registra en los países de cultura árabe. El lector notará que está bastante claro en este libro cuál es el modelo de escritura de viajes de Gamboa, que también está balanceándose sobre los tres lados de un triángulo: el viaje real –y también el íntimo– que hizo por los lugares de cada país, la historia de esos sitios y la reseña de los viajes de otros, la historia de sus propios recorridos que algunos escritores han confinado en otros libros.
Las armas que Gamboa exhibe son las mismas que recomienda en el prólogo de la obra y de las que habló durante el Taller de Literatura de Viajes que impartió en 2013 en Caracas: El poder descriptivo, la obsesión por el uso correcto del las palabras en cualquier idioma, saber escuchar y tener intuición. “Pero nada de lo anterior tiene validez sin un arma fundamental, tal vez la única imprescindible: la vocación, la capacidad de hacer un esfuerzo sostenido, de llevarlo a término. Y en el fondo equivale a decir: un desmedido amor por los libros”, escribe. También alude a la soledad, que es al mismo tiempo la necesidad y la prerrogativa del escritor.
Y es que al autor le parece una aberración detener el movimiento y echar raíces. Su vocación es emprender, una y otra vez, la aventura de Ulises, porque en ese proceso se descubre también a sí mismo sí mismo, pues todo viaje es también el viaje a Itaca: hay que luchar contra los elementos y contra las tentaciones íntimas para aprender a volver.

@michiroche


(Primera edición: 4 julio de 2013: http://www.el-nacional.com/blogs/colofon/vida-movimiento-Santiago-Gamboa_7_220247974.html)



Letras como granos de arena

Narrada en tres tiempos y a través de las perspectivas de dos personajes, Arena negra (2013) de Juan Carlos Méndez Guédez es un experimento narrativo de tan alta factura que llega a ser poético. La estructura que propone este libro es la de entradas, como las de un diario, marcadas por letras y no por números como los capítulos tradicionales en las novelas. Esto se debe al objetivo del autor de resaltar el motivo del abecedario, metáfora que se repite en el transcurso de la narración, como evidencia de que la escritura es siempre una necesidad de dar sentido. “La novela es esa necesidad de que entre el murmullo de palabras que no comprendemos del todo, existan algunas especialmente dirigidas hacia nosotros”, escribe Méndez Guédez.
Arena negra, 2013 
 La anécdota que subyace debajo de las tres historias que se leen en las 107 páginas editadas en Venezuela por la Cooperativa Lugar Común es la de un español que abandona su tierra para venir a hacer dinero en Venezuela dejando atrás una familia, cuyos integrantes se ven obligados a darle sentido a su falta. El personaje principal es la hija que justamente busca explicarse esta ausencia y el abandono reiterado: el padre se fue primero en 1948, luego volvió y nació la narradora antes de que el se fuera de nuevo en 1968, porque según dice, su “padre gusta de las repeticiones, solo en ellas se llega hasta el fondo de un gesto”. La mujer construye dos perspectivas: una es la del recuerdo y la nostalgia del padre y otra es la del presente, en la cual a lo cotidiano –también el abandono de la pareja, Guillermo– se le superpone la enfermedad y la vejez de la madre. Incluso, se me ocurre que las letras sueltas son la metáfora de la descomposición del cuerpo de anciana, que también arrastra la transmutación del recuerdo del padre – y de Guillermo, ¿por qué no?– en el vacío.
Es en este abismo donde Méndez Guédez construye la novela y la metáfora central que le da el título: la arena negra es el recuerdo oscuro del abandono que la madre de la narradora vivió como una sucesión de noches en vela a la orilla de la playa esperando a quien no volvería jamás. Por eso, en su momento de senectud, la hija observa al fondo de sus pupilas y descubre “una luna que escribe sobre la arena negra”.
El otro asunto, y además otra perspectiva escrita desde el presente, es el que propone el escritor que va anotando los fragmentos de un dietario con el que Méndez Guédez descubre ante sus lectores el bello fundamento de su poética: la idea de que una novela y cualquier pieza narrativa pretenden “crear la calidez de lo inútil, de lo íntimo”, es decir: que buscan darle sentido al vacío.
Y he allí donde se unen las dos perspectivas que trenzan las diversas visiones de una misma historia: en la necesidad de llenar un hueco, para lo que se multiplican las frases, que son palabras, que son letras. Por eso se suceden las letras en la novela, por eso el padre, cuando se marcha al trópico va tras una ciudad que tiene todas las vocales. ¿Barquisimeto?
Barquisimeto, claro, el mismo lugar donde Mendez Guédez nació, en 1967.
Y es en esta relación entre las palabras y las letras con los lugares y los vacíos donde se articula la fortaleza semántica de Arena negra: la idea de que aquél que escribe es también quien ha sido abandonado, como si la literatura, como creadora de mundos ficticios pudiera rellenar los vacíos dejados por el hombre.
@michiroche

(Primera edición: 11 julio de 2013: http://www.el-nacional.com/blogs/colofon/Mendez-Guedez-oscura-isla-letras_7_225047494.html)


Las maravillas de Carol Oates

Estoy a punto de terminarme la novela El país de la maravillas (2006) –Wonderland, pues aún no se ha traducido al castellano– de Joyce Carol Oates. 
Wonderland, 2006
Se trata de un cuarteto de obras breves donde se desentraña el mito del Sueño Americano a partir de la historia de Jesse Vogel, un joven que vio a su padre matar a su familia –su madre y sus dos hermanos– y se hizo adulto para dedicarse a la medicina. Y más allá de la prosa correcta y proteica de esta autora, así como también de lo bien construidos que están sus personajes, existe algo en este libro que me llama la atención: la capacidad que tiene la escritora estadounidense nacida en 1938 para mostrar qué pasa en un mundo creado enteramente por ella que se parece demasiado a nuestra realidad.

La también autora de Blonde (2000) vuelve a la premisa más básica de la narrativa: “muestre, no cuente”. Claro que si lo miro desde el periodismo debe sorprenderme algo así, corriendo como estamos los reporteros todo el tiempo para recolectar las informaciones y siempre sacrificando el goce estético de la palabra escrita por la claridad y, peor aún, por el espacio. Uno dice que pasó tal o cual cosa. Por ejemplo: Fulanita no quería tener un hijo porque no se sentía preparada, porque si ya su esposo la descuidaba en los escasos meses que habían pasado desde su boda hasta la fecha, temía que con un niño no pudiera obtener un ápice de su atención.
En cambio, Carol Oates pone al lector frente a cada personaje. Y si hay la necesidad de que alguno explique su comportamiento ella invierte párrafos y párrafos en mostrar sus dudas o las maneras en que se propondría resolver ciertos dilemas. Por eso reconstruye palmo a palmo los pensamientos de Helene cuando va a visitar a su ginecólogo. La hace esperar en una sala llena de mujeres cómodas con la maternidad. Hace que el lector lea línea a línea lo perverso que le resultan las preguntas del médico –cuestionamientos que, reconocemos, son los mismos que hacen los doctores en esas circunstancias– y luego narra cómo el examen vaginal de rutina la hace dar patadas y manotazos por los aires hasta causarse una hemorragia. Luego, para contrastarla con su esposo, que quiere una familia grande, Carol Oates narra cómo a Jesse, que trabaja como Interno en un hospital, le toca recibir mujeres que están al borde de la muerte por intentar practicarse abortos caseros. Y mientras intenta salvarles, el hombre sólo piensa en la incapacidad que tiene para comunicarse con su esposa.
Si bien el ejemplo es extremo, porque la verdad que todo el libro está construido a partir de la narración de hechos y la descripción minuciosa de sentimientos y ambientes a tal punto de que al separarse de sus párrafos uno siente que algo lo arranca violentamente de una realidad, es muy revelador de las maneras que utilizan los escritores para poner en palabras sus historias.
Esto permite que cada lector saque sus conclusiones y sus propios juicios de valor. He allí una herramienta apreciable para el público inteligente: la capacidad que pueda tener un escritor para mostrar, como esta autora de más de 75 años de edad, cómo se comportan los seres humanos. Y es capital esto porque sólo a partir de ver otros seres humanos actuando lo que a nosotros no se nos había ocurrido verbalizar –por ignorancia, por pudor o por desidia– es que podemos entender nuestros propios sentimientos.
Si Carol Oates es una gran escritora es porque en su obsesión de mostrarlo todo y de poner al lector ante la realidad literaria mezcla las grandes ideas con los pequeños detalles y signa el avance de su argumento con la pregunta que guía toda narrativa trascendente: ¿Y qué va a pasar ahora?
Por eso es que sus escritos son recomendaciones imprescindibles para los escritores principiantes. Y para los que tienen años sentados frente al a computadora. Bravo por Joyce, porque de escritoras como ellas está hecha la Literatura, así, en mayúsculas.
@michiroche 


(Primera edición: Agosto, 1 de 2013: http://www.el-nacional.com/blogs/colofon/Joyce-Carol-Oates-mostrar-versus_7_237046296.html)

Premio al lugar común

La serie de lugares comunes que construye la estructura lineal de Simone, la novela del escritor puertorriqueño Eduardo Lalo que ganó la más reciente edición del Premio Rómulo Gallegos, me sorprendió por revelar una buena escritura, incluso una muy buena escritura, al servicio de asuntos trillados.
Simone, 2011
Quizá el problema soy yo, esperando como espero todo el tiempo que ciertas obras me remuevan las entrañas, me dejen pensando, me revelen algo que desconocía, pero en Simone veo otra historia de personajes desdibujados que deambulan por las calles de una ciudad preguntándose quiénes son. Que en este caso la urbe sea San Juan de Puerto Rico, sólo subraya el tema de la identidad difusa que ya no sólo se refiere a quienes habitan en los márgenes de una sociedad –las minorías raciales, sexodiversas y, cómo no, los escritores– sino a una nación –“¿patria?”, se pregunta Lalo en el libro– que sobrevive como neocolonia de Estados Unidos. Y algo de esto debe haber visto el jurado del certamen, pues uno de sus tres miembros señaló su beneplácito porque la novela se refiere a seres invisibilizados de esa sociedad. “Como la propia protagonista, que es una obrera de restaurantes chinos, Puerto Rico ha sido un poco como esos seres invisibles”, dijo luego de la lectura del fallo el también puertorriqueño Juan Duchesne Winter.
Pero fuera de las alusiones superficiales a las conversaciones bilingües entre habitantes de la isla, de la obsesión de sus mujeres por parecer gringas y de la discusión desarrollada en cinco páginas sobre ideología, patria y nación, poco hay en Simone sobre colonialismo o separatismo. No lo echo de menos. Tampoco es que me parezca intrascendente el dilema de la isla caribeña, creo de hecho que es uno de los problemas cruciales de la región. Pero es que el libro no se trata de esto. Las cosas como son.
El argumento de esta novela es bastante sencillo y comienza con las cartas anónimas que recibe un escritor de éxito mediano que está preocupado porque no le leen o no le premian lo suficiente –los reconocimientos, dice, siguen “las vías de caprichos y amiguismos”–. La identidad del remitente de las misivas no se revela hasta la página 90 –de las 202 que tiene el libro– y es, por su puesto, una mujer.
Li Chao es hija de un profesor de matemáticas que sufrió las consecuencias de la Revolución Cultural y por ello su madre y ella tuvieron que dejar atrás China para venir al Caribe a trabajar como obreras en los restaurantes de unos familiares. Li tenía seis años de edad cuando llegó a Puerto Rico, “nadie se interesaba ni podía entender su historia por su distancia, tamaño y complejidad, China era una abstracción infranqueable”, reflexiona el escritor que sabe que la tragedia de esta mujer es no existir para la sociedad en la cual ha habitado casi toda su vida. Y eso, a él que como escritor también se siente al margen, lo mantiene unido a ella. Pero la incipiente historia de amor está amenazada porque Li se declara lesbiana y porque no puede sobreponerse a las violaciones de su primo y al aborto que resultó de estas cuando ella era adolescente.
El meollo de la novela está en esa sensación de sentirse al margen que une a los protagonistas. “¿Es posible escribir cuando la identidad no es compartida por nadie, cuando la inmensa mayoría de la gente no puede ni siquiera concebirte?”, se pregunta el narrador. En la invisibilidad de los protagonistas y en cómo esta situación los atrae y los repele está la base semántica del argumento. Los estereotipos, sin embargo, nublan la intención de darle voz a lo silenciado. Y no sé cuál cliché me molesta más. Si la historia de amor que nace de las misivas anónimas que tampoco funciona en las películas Made in Hollywood. O su insistencia en referirse a los valores consumistas y neocoloniales puertorriqueños a través del tinte de pelo rubio de las mujeres. O el retrato de los chinos inmigrantes como una multitud hacinada e incestuosa. O quizá el estereotipo más molesto es la asociación directa entre la violación de Li y su lesbianismo al que se comprara con “un muro construido con terror y vergüenza [ante los hombres]”.
Y resulta que por estar distraída con los clichés casi me pierdo la reflexión final de la obra, cuando el escritor ya se da cuenta que su historia de amor es la mera visión de dos personas que han “habitado los márgenes sin ser libres”. Y me doy cuenta entonces que también Simone era una reflexión sobre esta facultad básica del hombre. Por desgracia, la relación entre identidad y libertad, que es una gran apuesta literaria, no me queda clara, como tampoco entiendo la relación de Li con Simone Weil, la intelectual francesa cercana a los problemas de la clase obrera cuyo nombre es su seudónimo en las cartas.
La sensación de que ya había leído esta novela disgregada en muchas otras novelas me impidió mirar con claridad la díada entre libertad e identidad que pudo ser el punto de partida para reflexiones sobre la complejidad del presente. Por eso, cuando cerré el libro, me quedé pensando en los discursos que se desaprovecharon. Y quizá por eso me perdí la apuesta por la trascendencia de Simone, que debe haber sido lo que el jurado del Rómulo Gallegos premió. Porque, de otra manera, no lo entiendo.

@michiroche

(Primera edición: 25 julio 2103 en 
http://www.el-nacional.com/blogs/colofon/Simone-sensacion-novela-leida_7_232846715.html) 

Kapuscinski y la lección del interlocutor


El legado crucial de la obra que Ryszard Kapuscinski construyó hasta su muerte en 2007 fue la intensa reflexión sobre el significado del periodismo en el mundo contemporáneo. Uno de sus más bellos aportes en este sentido es Encuentro con el otro, un volumen en el que se reproducen seis conferencias realizadas por el reportero polaco entre 1990 y 2005 en las que se refiere a la relación entre el europeo, concebido como centro de Occidente, y las culturas de la periferia a través de la metáfora de la relación entre uno y la alteridad.
Encuentro con el otro, 2006
El libro se publicó en 2006 en polaco y al año siguiente el sello catalán Anagrama lo tradujo al español para su colección Crónicas, en la que han editado la mayoría de los trabajos del periodista que en Ébano (publicado en idioma original en 2001 y en español: en 2008) escribió crónicas de las guerras intestinas que desangran África y desarrolló en El Sha (1982; 2007) un asombroso perfil del fallecido Mohammad Reza Pahlev de Irán.
Lo interesante de Encuentro con el otro es que aborda el asunto crucial que un reportero cultural o literario debe proponerse como centro de su trabajo: la relación con el interlocutor, pero no desde el punto de vista del periodismo, que sólo puede adelantar fórmulas viciadas y perspectivas maniatadas, sino desde la filosofía y también desde la urgencia que la revolución tecnológica impone sobre la los ciudadanos del siglo XXI.
Kapuscinski plantea entender al otro, más que desde la alteridad que contrasta con la perspectiva de quien lo mira, como un ser humano metido en su circunstancia cultural, que incluye asuntos como el racial, el nacional, el de género y el generacional. Las conferencias no están organizadas cronológicamente, sino por temas y con frecuencia se repiten las informaciones de una a otra, pero la claridad de lo expuesto y la brevedad del volumen de 98 páginas permite que uno se lo lea de una sola sentada.
La tesis que atraviesa todas las entradas de la publicación es qué actitud tomar frente al Otro –la mayúscula es de Kapuscinski–. Y el periodista es prolijo cuando se refiere a cómo los europeos han escogido alternativamente el conflicto, el aislamiento o la cooperación en su relación con el Otro por miedo, displicencia o necesidad en cada uno de los casos. Quizá donde resulten más aleccionadoras sus palabras es en su visión de la necesidad de entender la alteridad ahora que el planeta, por acción del desarrollo tecnológico, se ha vuelto multicultural y que las divisiones que antes había entre centro y periferia comienzan a diluirse. Y eso que Kapuscinski no presenció el desarrollo del fenómeno de redes sociales como Twitter.
Para el autor polaco, en la actualidad somos más conscientes de la presencia e importancia del Otro, como espejo de nuestra propia identidad tanto individual como nacional y es eso lo que construye la diversidad del mundo. Por eso se queja de que los otros del Tercer Mundo –sí, así mismo los llama, sin reconocer su propio chauvinismo de europeo en esta frase– que hoy emergen en –llamémoslo– el Primero como fuerzas sociales y económicas sigan siendo tratados por las sociedades más desarrolladas como objetos de estudio y no como co-responsables del mundo en el que cohabitan.
No puedo entender qué tan iluminador puedan ser estas reflexiones para un lector que no se dedica al periodismo, aunque el autor no las escribió sólo para quienes compartían su oficio. Pero, como periodista que en este momento está confrontada constantemente a interlocutores polarizados en formas de ver el mundo frecuentemente contrapuestas, observo en ese libro una herramienta muy valiosa. Kapuscinski dice que en la reflexión sobre la alteridad el diálogo toma protagonismo porque existe la necesidad de la comprensión mutua, lo cual celebra como el desafío fenomenal en el que se ha convertido el progreso del as últimas décadas.
El deber ético del periodismo está resumido en esa visión del mundo actual: Pensar en el otro como responsabilidad del que lo mira. Y por eso, la de Kapuscinski es una lección de civilidad.

http://www.anagrama-ed.es/titulo/EB_138

@michiroche


(Primera edición 15 agosto 2013: http://www.el-nacional.com/blogs/colofon/Kapuscinski-leccion-interlocutor_7_245445455.html)

miércoles, 22 de octubre de 2014

Epifanías de lo cotidiano

Sobre la belleza, 2006
En la novela Sobre la belleza accede a ribetes metafísicos el significado de “epifanía”, palabra que el protagonista del Retrato del Artista Joven de James Joyce define como la repentina, silente y luminosa revelación espiritual que muestra la auténtica intimidad de los personajes. La tercera publicación de Zadie Smith es un tratado sobre estética, donde a las definiciones ideológicas que propone la academia sobre el arte se le hilvanan los argumentos de dos triángulos amorosos concéntricos. Su lectura sugiere la externalización de lo íntimo pues la autora británica de 39 años de edad se ocupa de definir la relación con lo bello que tiene cada personaje.
El profesor de arte en la Universidad de Wellington Howard Belsey y su esposa Kiki tienen un matrimonio de 30 años. A pesar de las infidelidades de su marido, la otrora sensual y ferviente activista política que hoy pesa 120 kilos y trabaja para un hospital, le ha dado tres hijos: Zora, Levi y Jerome. La historia se complica cuando Monty Kipps, Némesis de Belsey, consigue una plaza en la misma casa de estudios y la hija de este, Victoria, se enamora de Levi. Como en Sobre la belleza toda confrontación en la vida real tiene su espejo en la academia, ambos profesores se enfrentan por el significado de la obra de Rembrandt o el papel que juegan las universidades europeas en la educación de los artistas pobres.
A través de sus personajes, Smith describe diferentes dimensiones estéticas de la vida cotidiana. Apenas la más evidente son quienes están cerca y lejos de la belleza, como los profesores de arte Belsey y Kips, que enfrascados en el estudio ideológico de la estética no pueden ver la belleza codificada en lo cotidiano. Sin embargo, es en el significado de la cultura contemporánea donde la ganadora del premio Orange se permite crear el escenario de confrontación del resto de los personajes, la guerra real sobre la que se sustenta la novela: el mundo de la erudición académica y el de afuera, que corresponde a la cultura popular. Los representantes de la academia son Howard, Monty, Zora y Victoria. Los del mundo de afuera son: Kiki, Levi y Carl (un poeta callejero que logra entrar en la Universidad). Jerome es un personaje romántico que pulula por las páginas del libro buscando, sin éxito, su lugar.
Piel y mujer. La raza negra, un tema sempiterno en la literatura de Smith, se teje como asunto inapelable en la novela a través de las vidas de los tres hijos del matrimonio Belsey: Levi, Zora y Jerome. Cada uno de ellos es un concepto de arte único, así como tres maneras distintas de ver y verse en el mundo que rechaza su raza. Jerome, el mayor, cree que la belleza es un concepto romántico pero irrebatible. Zora imita el tipo intelectual de su padre. Levi, el menor, busca su propia identidad fuera de la casa, entre definiciones estereotipadas de raza, como por ejemplo, el hip-hop, el gueto, y la calle. 
El otro asunto fundamental en las obras de Smith, la feminidad, también está presente. No en balde las mujeres son los personajes más fuertes de la novela. La autora los sitúa uno frente a otro, en el argumento y en sus ideas de estética. Por ejemplo, Kiki Belsey es la antítesis de la amante de su esposo, Claire. Es significativo que Kiki solo pueda recordar a Claire a través de uno de sus poemas sobre sexo: ella “parecía tomar todos los elementos de un orgasmo, clasificándolos sobre la página, de la misma manera que un mecánico descompone un motor”. Justo allí, en la descripción de la amante, ocurre la externalización que Smith convierte en el estilo de esta novela. Claire conoce a la belleza solo como lo ha hecho en su poema: clasificando, con un abordaje en compartimientos, por etiquetas que la obligan a ponerle nombres a las experiencias. De la misma manera que ella busca en el sexo sólo el orgasmo, en el arte ella busca la repentina catarsis. Así, ella misma se sabotea, tan inmersa en su intelectualidad, que ni siquiera sabe lo que pierde.
Sobre la Belleza es un drama salpicado de humor donde cada personaje es una individualidad cargada de significado estético, donde los enfrentamientos académicos se articulan en conflictos íntimos que mueven el argumento.

@michiroche


Nota: una versión de esta reseña fue publicada en el blog de la institución financiera Banesco (http://blog.banesco.com/blog/)

miércoles, 15 de octubre de 2014

Idioma, linaje y fragilidad

Tela de sevoya. Myriam Moscona. 2012
Es menester comenzar por eso que no es: El ladino no es el idioma que hablaban los judíos antes de que en 1492 los Reyes Católicos los expulsaran de España. Es el idioma que resultó de esa injusticia: es la lengua de la diáspora que conserva la fonética y la semántica del castellano antiguo, aunque en su gramática es similar al hebreo, y todavía se habla porque se protegió en la intimidad familiar mientras los sefardíes se asentaban en los países mediterráneos de Europa o en Los Balcanes. Este idioma hablado por escasas cien mil personas en el mundo es el entramado simbólico sobre el cual la poeta mexicana Myriam Moscona construye su primera novela, Tela de sevoya, publicada por Lumen en 2012, año en que ganó el Premio Xavier Villaurrutia de escritores para escritores.
La novela experimental de esta hija de búlgaros sefardíes que se asentaron en México después de la Segunda Guerra Mundial es a veces fragmentos de la infancia y otras los comentarios eruditos sobre esta lengua que la Unesco ha declarado en vías de extinción. Pero la obra de Moscona trasciende la intimidad de la memoria para entrar en el grandilocuente pasado sefardí, desde el Edicto de Expulsión con que España inaugura la Edad Moderna hasta las consecuencias del Holocausto. No contenta con la monumentalidad de esta labor, Moscona le añade fragmentos de un diario del viaje que hizo para Bulgaria con le objeto de visitar las casas donde se habían criado sus padres. “Yo sabía que sólo quedaba en pie el terreno, pues la casa, durante años, fue un jardín de niños y, al parecer, cuando se vendió la demolieron (…) Me sentía, no lo voy a negar, como esos peregrinos que esperaron años para alcanzar su lugar de adoración”, escribe sobre la antigua morada de su madre.
Habla la abuela. El recuerdo con más fuerza afianzado de todos los que desfilan por las casi 300 páginas del libro, es el de la abuela materna, que fue a vivir con la autora, su madre y su hermano cuando su padre falleció, de forma intempestiva, a la edad de 47 años.
De la misma manera en que el djudezmo no participó de las transformaciones de la lengua castellana en los últimos quinientos años y, por eso, “conserva los arcaísmos, la musicalidad, la huella del tiempo ‘detenido’” la vieja Victoria – a quien su nieta “sabía despertarle como nadie” su “extraña crueldad”– muere “muy avanzado el siglo XX, sin dejar nunca el XIX”, apenas unos días después de presenciar por la televisión la llegada del hombre a la luna y hablando un idioma que no tiene palabras para las herramientas de la modernidad como el cine, el teléfono o los semáforos. “Una vieja acostada en su cama voltea la cara a la izquierda, suelta un sonoro gas estomacal, le dice a su nieta que no la perdona y muere. De ahí sus palabras se difunden como un eco. Rompen el tiempo. Y desde el quicio de la ventana, días, semanas, y meses se asomará bribona, vengativa, maligna”, escribe la poeta en la escena que inspiró la novela y donde se recogen las últimas palabras que le dijo su abuela antes de morir: “Para una preta kriatura komo sos, no ai perdon”.
Más que un diario de viajes, una colección de anécdotas infantiles o un tratado sobre una lengua en vías de extinción, Tela de sevoya es una reflexión sobre la impermanencia.
El entrecruzamiento de las memorias de su familia con el léxico en que se construyeron permite urdir una reflexión sobre la fragilidad del ser humano, idea a la que alude el título de la novela, que tomó del refrán “el meoyo del ombre es una tela de sevoya”. Y cada entrada del diario de los sueños que también aparece acá o cada reflexión a la que su abuela la somete redundan sobre esta idea. En el recuento de un sueño, Moscona cita a su madre cuando le dice: “Al parecer nos necesita todo lo de aquí, lo fugaz, de manera extraña nos concierne. A nosotros, los más fugaces. Todo una vez, sólo una. Una vez y nada más. Y nosotras también una vez. Nunca otra”. Así la también artista plástica añade al linaje y a la lingüística, la dimensión simbólica a las reflexiones sobre la legado y la fugacidad de la existencia.
El sello catalán Acantilado reedita esta novela en España el mismo año que el gobierno de este país decidió otorgar nacionalidad a todos los sefardíes que puedan acreditar su origen es evidencia de que las lenguas conservan memorias que la gente ha olvidado. Esto no puede ser casualidad y habla de la necesidad de hacer las merecidas reivindicaciones históricas. La memoria y la lengua en la cual esta se articula son el sustento y el mecanismo que permite mantener estas heridas abiertas para que puedan ser sanadas.
En su libro, al aprovechar que “la única forma de traducción que la memoria tiene a su alcance es el lenguaje”, Moscona se sirve del mundo onírico como un arma para desenmarañar los entramados simbólicos de la difícil comunicación entre los miembros de su familia. “Sólo el [lenguaje] materno nos da a entrada a ese valle nativo y único en el que decimos mejor aquello que pensamos”, escribe la autora de los poemarios Vísperas (1996), Negro marfil (2000) y El que nada (2006). Allí está el meollo –¿meoyo?– de la novela: cómo la intersección entre el habla, el linaje y los sueños que acumula las aprehensiones de los seres humanos.

@michiroche

Nota: una versión de esta reseña fue publicada en el blog de la institución financiera Banesco (http://blog.banesco.com/blog/)