miércoles, 15 de octubre de 2014

Idioma, linaje y fragilidad

Tela de sevoya. Myriam Moscona. 2012
Es menester comenzar por eso que no es: El ladino no es el idioma que hablaban los judíos antes de que en 1492 los Reyes Católicos los expulsaran de España. Es el idioma que resultó de esa injusticia: es la lengua de la diáspora que conserva la fonética y la semántica del castellano antiguo, aunque en su gramática es similar al hebreo, y todavía se habla porque se protegió en la intimidad familiar mientras los sefardíes se asentaban en los países mediterráneos de Europa o en Los Balcanes. Este idioma hablado por escasas cien mil personas en el mundo es el entramado simbólico sobre el cual la poeta mexicana Myriam Moscona construye su primera novela, Tela de sevoya, publicada por Lumen en 2012, año en que ganó el Premio Xavier Villaurrutia de escritores para escritores.
La novela experimental de esta hija de búlgaros sefardíes que se asentaron en México después de la Segunda Guerra Mundial es a veces fragmentos de la infancia y otras los comentarios eruditos sobre esta lengua que la Unesco ha declarado en vías de extinción. Pero la obra de Moscona trasciende la intimidad de la memoria para entrar en el grandilocuente pasado sefardí, desde el Edicto de Expulsión con que España inaugura la Edad Moderna hasta las consecuencias del Holocausto. No contenta con la monumentalidad de esta labor, Moscona le añade fragmentos de un diario del viaje que hizo para Bulgaria con le objeto de visitar las casas donde se habían criado sus padres. “Yo sabía que sólo quedaba en pie el terreno, pues la casa, durante años, fue un jardín de niños y, al parecer, cuando se vendió la demolieron (…) Me sentía, no lo voy a negar, como esos peregrinos que esperaron años para alcanzar su lugar de adoración”, escribe sobre la antigua morada de su madre.
Habla la abuela. El recuerdo con más fuerza afianzado de todos los que desfilan por las casi 300 páginas del libro, es el de la abuela materna, que fue a vivir con la autora, su madre y su hermano cuando su padre falleció, de forma intempestiva, a la edad de 47 años.
De la misma manera en que el djudezmo no participó de las transformaciones de la lengua castellana en los últimos quinientos años y, por eso, “conserva los arcaísmos, la musicalidad, la huella del tiempo ‘detenido’” la vieja Victoria – a quien su nieta “sabía despertarle como nadie” su “extraña crueldad”– muere “muy avanzado el siglo XX, sin dejar nunca el XIX”, apenas unos días después de presenciar por la televisión la llegada del hombre a la luna y hablando un idioma que no tiene palabras para las herramientas de la modernidad como el cine, el teléfono o los semáforos. “Una vieja acostada en su cama voltea la cara a la izquierda, suelta un sonoro gas estomacal, le dice a su nieta que no la perdona y muere. De ahí sus palabras se difunden como un eco. Rompen el tiempo. Y desde el quicio de la ventana, días, semanas, y meses se asomará bribona, vengativa, maligna”, escribe la poeta en la escena que inspiró la novela y donde se recogen las últimas palabras que le dijo su abuela antes de morir: “Para una preta kriatura komo sos, no ai perdon”.
Más que un diario de viajes, una colección de anécdotas infantiles o un tratado sobre una lengua en vías de extinción, Tela de sevoya es una reflexión sobre la impermanencia.
El entrecruzamiento de las memorias de su familia con el léxico en que se construyeron permite urdir una reflexión sobre la fragilidad del ser humano, idea a la que alude el título de la novela, que tomó del refrán “el meoyo del ombre es una tela de sevoya”. Y cada entrada del diario de los sueños que también aparece acá o cada reflexión a la que su abuela la somete redundan sobre esta idea. En el recuento de un sueño, Moscona cita a su madre cuando le dice: “Al parecer nos necesita todo lo de aquí, lo fugaz, de manera extraña nos concierne. A nosotros, los más fugaces. Todo una vez, sólo una. Una vez y nada más. Y nosotras también una vez. Nunca otra”. Así la también artista plástica añade al linaje y a la lingüística, la dimensión simbólica a las reflexiones sobre la legado y la fugacidad de la existencia.
El sello catalán Acantilado reedita esta novela en España el mismo año que el gobierno de este país decidió otorgar nacionalidad a todos los sefardíes que puedan acreditar su origen es evidencia de que las lenguas conservan memorias que la gente ha olvidado. Esto no puede ser casualidad y habla de la necesidad de hacer las merecidas reivindicaciones históricas. La memoria y la lengua en la cual esta se articula son el sustento y el mecanismo que permite mantener estas heridas abiertas para que puedan ser sanadas.
En su libro, al aprovechar que “la única forma de traducción que la memoria tiene a su alcance es el lenguaje”, Moscona se sirve del mundo onírico como un arma para desenmarañar los entramados simbólicos de la difícil comunicación entre los miembros de su familia. “Sólo el [lenguaje] materno nos da a entrada a ese valle nativo y único en el que decimos mejor aquello que pensamos”, escribe la autora de los poemarios Vísperas (1996), Negro marfil (2000) y El que nada (2006). Allí está el meollo –¿meoyo?– de la novela: cómo la intersección entre el habla, el linaje y los sueños que acumula las aprehensiones de los seres humanos.

@michiroche

Nota: una versión de esta reseña fue publicada en el blog de la institución financiera Banesco (http://blog.banesco.com/blog/)

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