En
un mundo donde reina la apariencia porque la fama se convirtió en la prebenda
de la celebridad mediática son excentricidades deliciosas las obras que indagan
en el trabajo de esos habitantes de la periferia que son los escritores. Uno de
estos raros casos es El arte de perdurar
de Hugo Hirirart, un texto que más allá de la trivial y repetitiva pregunta
sobre por qué se escribe, quiere entender qué causa que unos autores subsistan
en los imaginarios colectivos, mientras otros naufragan en el río Leteo.
El arte de perdurar |
El
libro está conformado por dos ensayos: “El arte de perdurar” y “La luz perfecta”.
Es en el primer ensayo donde emerge el tema crucial y subyacente en la obra:
determinar porqué el argentino Jorge Luis Borges y no el mexicano Alfonso Reyes
alcanzó los laureles de la perdurabilidad en la cultura hispanohablante.
Escribir
sobre Reyes no obedece al nacionalismo herido ni a un reclamo tardío porque
carece de la fama de Borges, para Hiriart es una amarga reflexión sobre lo que
denomina “la estrecha puerta de la fama” y qué puede entrar por allí. Para el
lector será un abreboca para reflexionar sobre cómo se articulan e el caso de
la literatura en castellano las “personalidades artísticas”, que en la cultura
anglosajona se corresponde con la denominación aestetic personae y se refiere a
una especie de aura, una voz que escapa de los libros y envuelve al autor y a
su comportamiento ante la sociedad. El asunto de la perdurabilidad es
especialmente importante en el caso de los escritores, porque la esencia de
este oficio es el reconocimiento social y la trascendencia de sus postulados
intelectuales: el mismo impulso inicial de la creación está enfocado hacia
llamar la atención sobre el efecto de cada obra.
En
El arte de perdurar se lee que una de
las limitaciones de Reyes era la falta de flexibilidad en su estilo racional.
Agrega que a pesar de haber sido un buen articulista, el autor no era precisamente
virtuoso y aunque cultivó el artificioso ensayo del estilo español—género que
fue la marca de Francisco de Quevedo y Luis de Góngora—no se recuerdan grandes
obras suyas. Y esto, Hiriart lo acepta más con rabia que con tristeza, porque
una de las cualidades de este ensayo son las emociones que sugiere.
Escribe
Hiriart que demasiado preocupado por la mesura y las piezas bellas, Reyes se
arriesgó poco y no alcanzó una magna opus, sino un archipiélago de obras buenas
intrascendentes: “La prosa brillante y pulida se alza como opacidad entre la
escena y nosotros, y francamente estorba de en vez de facilitar y suscitar”.
Como
se ve, un acierto de El arte de perdurar es
que no reproduce falsos nacionalismos, solemnidades inútiles ni grandilocuentes
adjetivos vacíos. Acepta rápidamente que la obra de Reyes no tiene nada
particular e intransferible, aunque fuera propuesto por Gabriela Mistral para
el Premio Nóbel de Literatura y se mantenga como uno de los autores centrales
del panteón mexicano, conocido en su país como “el regiomontano universal”, por
su obra continental renuente a limitarse a un solo aspecto. En su época, el
mismo Borges, pero en tono de halago, se refirió una vez a su visión
totalizante del mundo cuando le dijo: “Reyes, la indescifrable providencia que
administra lo pródigo y lo parco, nos dio a los unos el sector o el arco, pero
a ti la total circunferencia”.
El
autor de Ficciones (1944), poco dado
a halagar a sus contemporáneos, admiraba la prosa del mexicano a quien conoció
y frecuentó cuando fue embajador de su país en Argentina. “Creo que Alfonso
Reyes es el mejor, el primer prosista de la lengua castellana y me agrada
pensar que me dijo que había influido en él el estilo de Paul Groussac” recordó
el autor de Historia universal de la infamia (1935) en una entrevista en la
revista bonaerense Latin publicada en Junio de 1972, antes de agregar que
prefería hablar de la prosa del mexicano porque no estaba seguro de que fuera
poeta: “era más bien un hombre muy inteligente que hacía buenos versos porque
era demasiado inteligente para hacerlos malos”.
Las
palabras de Borges, sin embargo, tampoco atribuyen nada de particular al
trabajo del mexicano. A eso se refiere Hiriart cuando habla de su opacidad personal
y la de su obra. En la cohorte de excéntricos y orates que pueblan la patria de
la literatura, el correcto e inteligente Reyes no se preocupó por labrarse una
persona artística y adolecía de una ordinaria falta de obsesiones.
En
El arte de perdurar escribe Hiriart que
a su compatriota lo condenó al olvido su empecinamiento en mostrarse como un
hombre de letras y no como un intelectual. Clasifica a este último como el
escritor que opina de la sociedad y la política y “su papel es una versión
moderna, y ciertamente degradada, de los profetas bíblicos”. Como ejemplos de
su afirmación, Hiriart recurre a
los trabajos del periodista británico George Orwell. El autor de las
novelas Rebelión en la Granja (1945) y 1984
(1949) fue indiscutiblemente un hombre de su tiempo que buscaba hacer pensar a
sus contemporáneos a través de una “prosa invisible”, en la que desaparecía el
estilo. Reyes prefería ser un hombre de letras, pues no buscaba realmente comprometerse
con su tiempo, considerando intrascendente el comentario político y el social,
demasiado mundano para el escritor: “Fue funcionario y fundador de las
instituciones; pero nunca pretendió, como Sartre, ‘abrazarse a su tiempo y
morir con él’”. De hecho, según reflexiona Hiriart: “el tiempo en el que vivió
no sale en sus trabajos”. Y el tiempo, ya se sabe, es capaz de borrarlo todo.
@michiroche
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