Alejandro Zambra
abre la reja de su casa en el barrio santiaguino de La Rosa y nos miramos con
medias sonrisas. Avanzamos hacia la sala y yo intento llenar el silencio con
palabras, aunque pronto callo; me encuentro en un santuario. Me reciben una
sala breve, un cuarto a la derecha, la diminuta cocina. Iluminada por una
ventana veo la biblioteca abarrotada de libros y frente a ésta el escritorio
donde ha pasado toda la mañana trabajando. No encuentro visible ningún bonsái,
pero me da vergüenza preguntar. Vive entregado a la literatura y contra este
monje y yo vengo a cometer el acto fatuo de arrancarlo de su escritura.
El autor comenzó a
conocerse fuera de chile desde 2006 cuando publicó Bonsái. El libro que acaba de publicar, Facsímil (2015) es tan híbrido que los críticos no se deciden a
clasificarlo de novela: A partir de la estructura de la Prueba de Aptitud
Verbal, aplicada en Chile hasta 2002 a los postulantes a las universidades, Zambra
crea una obra donde los relatos conviven con fragmentos líricos y otros ejercicios
de lenguaje.
Alejandro Zambra Foto: Mabel Maldonado |
Bonsái relata la vida de Julio,
un escritor frustrado que se ha enterado de la muerte de una novia de su
juventud. “Esta es la historia de dos estudiantes aficionados a la verdad, a
dispensar frases que parecen verdaderas, a fumar cigarros eternos, y a
encerrarse en la violenta complacencia de los que se creen mejores, más puros
que le resto, que ese grupo inmenso y despreciable que se llama el resto”,
escribe en su ópera prima. Como en su primera obra, en La vida privada de los árboles (2007) también hay una mujer que falta: Verónica. Tarda toda la noche en
regresar, mientras su hija, Daniela, se queda con su segundo esposo, Julián.
Este profesor cuya verdadera y constantemente aplazada vocación es la
literatura distrae a la niña con cuentos de árboles mientras adivina qué pasó.
“Se escribe siempre el mismo libro y si cada publicación es distinta es porque
uno va cambiando día a día”, dice Zambra y añade que si bien ya no podría
escribir Bonsái se sigue fijando en
las mismas cosas, así que de alguna manera todas sus obras están relacionadas: “Hago
una literatura que tiene mucho que ver con el lugar en el que vivo, con la
gente en que conozco me siento yo apegado a una cierta circunstancia. Me siento
santiaguino, parte de este barrio. Para mí, lo normal es escribir sobre lo que
pasa en estas pocas calles en las que vivo. No me siento apegado a una idea de
obra, que me parece que es un lastre, e incluso medio patética, como quedarse
acariciando el currículum”. También hay características de fondo que mantienen
unidas a estas novelas, como la metáfora del bonsái, que enuncia la imposibilidad
de escribir, pero también permite intuir la necesidad de entregarse a un ritual
de lo bello. El autor, que vivió la dictadura de Augusto Pinochet hasta que
cumplió 15 años, asocia la imagen con la búsqueda ambivalente de su generación:
“En la década de los años noventa, el discurso oficial insistía en asegurarnos
que no había nada que buscar. En la universidad, por ejemplo, había un monólogo
de la inteligencia: todos entendíamos todo, que no hay Dios, que los conceptos pueden
ser puestos en duda, que la realidad era muy compleja, que no hay un centro
sino varios. Luego, llegabas a tu cuarto y estabas solo y no podías dejar de
buscar, aunque sabías que lo que encontraras no iba a ser esencial”. Quizá por
eso la exploración de Zambra se tradujo en la necesidad de un escritor. La
relación entre los personajes masculinos de ambas obras se refuerza porque
tienen nombres similares, Julio y Julián. De hecho, el protagonista de La vida privada iba a llamarse Julio,
pero el oficial de registro civil escuchó Julián y “en aquella época hasta un
oficial del registro civil merecía respeto y temor irrestrictos”. Además, ambos
personajes son escritores que no asumen su vocación, quizá por sentirse
melancólicos y sin nada qué decir.
En su novela Formas de volver a casa (2013) , relata
la historia de la generación de los hijos de quienes fueron “cómplices o
víctimas” de la dictadura, a través de los ojos de un niño, que tiene mucho del
pequeño que fue Zambra mirando la década de los años ochenta pasar en la localidad
santiaguina de Maipú. “En cuanto a Pinochet, para mí era un personaje de la
televisión que conducía un programa sin horario fijo, y lo odiaba por eso, por
las aburridas cadenas nacionales que interrumpían la programación en las
mejores partes. Tiempo después lo odié por hijo de puta, por asesino, pero
entonces lo odiaba por esos intempestivos shows que papá miraba sin decir
palabra, sin regalar más gestos que una piteada más intensa al cigarro que
levaba siempre cosido a la boca”, escribe en la obra publicada en 2012. Al leer
la cita pienso que quizá un niño venezolano escriba algo así en el futuro. En
esta novela se observa, más que en sus escritos anteriores, el estado de ánimo
su generación. Zambra recuerda que no sabía que quería escribir sobre la
melancolía, que lo descubrió mientras trabajaba. Tiene que ver sllí un
sentimiento de melancolía, cierta tristeza, frustración...
– ¿Y vacuidad?,
aventuro.
– Y de derrota que
había entre cierta gente de mi edad. Éramos contradictorios. Mi generación
creció en dictadura y cuando teníamos 15 años volvió la democracia y se vendió
el rollo de que Chile era un país excelente y con una economía sólida, donde
había que ser feliz porque ya se había acabado todo lo malo; que las heridas
habían cicatrizado de la noche a la mañana y que no había nada que hurgar. Ese
discurso me sonaba falso. La realidad demostró, por lo demás, que lo era. Los
noventa fueron años de permanente sutura, de intentos medio desesperados de
curación, dice aspirando el humo de un cigarro del que no se separa.
El autor de los relatos
en Mis documentos (2014) no cree que
nadie se haya curado de la dictadura, porque Chile sigue siendo un país
dividido, “pero ya no entre pinochetistas y no-pinochetistas, sino entre
quienes se aferran a un optimismo vacío y a un libre mercado aplastante y
quienes intentan buscar algo más”.
Frente a las imágenes
de los padres pegados a la radio ola televisión, de las madres llorando de
repente, de los desaparecidos y de los torturados frente a los silencios, que a
veces son más coherentes que las griterías, los hijos mintieron o callaron. “Quienes
nacimos a comienzos de la dictadura crecimos buscando y contando las historias
de nuestros padres y tardamos demasiado en comprender que también teníamos una
historia propia”, escribe Zambra en su colección de ensayos literarios No leer (2010). Por eso, terminar una
novela suya deja la dolorosa sensación de que algo falta. Como un buen poema,
su prosa es categórica y contenida; coherente en su brevedad y se sustenta
sobre la necesidad de atender a las carencias de su generación. Sabemos bien
los efectos de la violencia política sobre los actores sociales, pero ¿qué
sabemos sobre los efectos que esas arbitrariedades que ya nadie se atreve a
recordar causaron en quienes la observaban y aún no podían articular palabras?
No sabemos nada. Y de eso escribe Zambra.
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