Cuando
leí por primera vez la novela de Kōbō Abe (Tokio, Japón, 1924-1993), Encuentros secretos –publicada en su lengua original en 1977 bajo el título de Mikkai (密会)–
en manuscrito, tuve una intuición; y ahora que la he vuelto a leer, ya impresa
en excelente edición de Eterna
Cadencia, esa intuición se ha hecho más sólida. No pude dejar de pensar en
el libro House of leaves, de Mark
Danielewski; pensé que no sería descabellado suponer que sobre el autor
estadounidense pesa una nada oculta influencia del japonés. No tengo la imagen
completa de esa influencia, apenas retazos que sostienen la sospecha; unas
grabaciones, un ambiente surreal, un misterio, cierta cantidad de terror; quizá
un caballo. Al definir parte de la novela de Danielewski, el narrador dice que
se trata de «the sight of darkness itself»,
algo así como la propia visión de la oscuridad, o lo oscuro; y esta es una
definición perfecta para la (por qué no decirlo) intrincada novela de Kōbō Abe.
Encuentros secretos |
Lo anecdótico
es sencillo, casi gracioso: «Una noche, una ambulancia despierta al
protagonista y a su esposa con órdenes de trasladar a la mujer al hospital,
pese a que ella asegura que está sana», se anuncia en la contraportada. El
resto de la novela es el intento asombrosamente inútil del marido por dar con
su esposa en el hospital, si es que ha sido allí internada; un hospital que es
como una ciudad enterrada, y en el que las cosas ocurren con la misma
perplejidad como ocurrirían en una novela de Kafka, del que sin duda Abe es
heredero. A través de tres “cuadernos” y un apéndice, el autor nos sumerge en
un mundo donde las reglas han cambiado de lugar. Estar enfermo no solo se
define por los síntomas del cuerpo, sino por el lugar que se ocupa en esa
sociedad secreta que es el hospital. Varios casetes con grabaciones nos
permiten dilucidar qué es lo que ocurre en realidad detrás de las apariencias:
“Subdirector: Hubieras abordado tú también la ambulancia.
Hombre:
me dijeron lo mismo cuando marqué el 119 para preguntar por mi esposa.
Subdirector:
Hubiera sido el acto más lógico.
Hombre:
¿No te parece que tales vacilaciones son normales?
Subdirector:
Yo no habría titubeado. Una ambulancia podría ser un disfraz ideal, quizá más
que un coche fúnebre, para objetivos criminales. En ese espacio cerrado se
encuentran una dama joven solo con sus prendas íntimas y tres hombres
musculosos con máscaras. Si fuera en el cine, lo que sigue sería una escena
cruenta.”
Estos
fragmentos de grabaciones, que podemos leer a lo largo de la novela semejan
trozos vivos de la realidad y hacen las veces de breves ventanas hacia la
verdad de aquello que solo se nos refiere y nunca se nos asegura. Hay algo
terrorífico en todo esto y, sin duda, un crimen, pero no sabemos dónde ni cuál
es. Sabemos que ha ocurrido, sí, porque la esposa ha desaparecido en un
hospital que dirige un médico que es un caballo, o que parece un caballo, o que
cree que es un caballo:
“No
traté de contradecir al otro que quería hacerse pasar por un caballo, pero a
decir verdad distaba mucho de ser un caballo auténtico. Para empezar, era
desproporcionado: el cuerpo era demasiado corto y gordo, con el talle
escurrido, y las patas traseras se encorvaban en una forma extraña, como si
estuviera a punto de evacuar. Ni siquiera una montura hecha de papel
permanecería en el lomo sin resbalarse. Acaso los miopes lo tomarían tal vez
por un camello raquítico o un avestruz con cuatro patas. Para colmo, vestía una
camiseta celeste sin mangas, bordada de carmesí, y pantalones deportivos de
algodón índigo, con la cintura rodeada con tela de algodón, blanqueada para
disimular la juntura, y calzaba zapatos deportivos blancos. ¡Qué dislate!”.
Pero el
“detective” en que se convierte el marido a la fuerza, mientras busca a su
esposa por el hospital que es laberinto y cueva a la vez, poco a poco se va
enajenando o, mejor, mimetizando con ese universo absurdo y loco: «Puede que me
esté pasando algo irreparable» y, efectivamente, si no se convierte en caballo,
como el director, al menos se amolda muy bien a la nueva realidad en la que se
ve obligado a vivir, en la que se realizan experimentos sexuales extravagantes
y los pasillos son laberintos indefinidos. ¿Y qué otra cosa son los pasillos de
un enorme hospital? La frase última del narrador es desoladora, metafísica o
alienada: “Aunque no lo quiera admitir, seguiré muriéndome sin parar, con
absoluta certeza en el pasado llamado mañana, dejado atrás por el “periódico de
mañana”. Agarrado a estos encuentros secretos, solitarios, compasivos…” Y a mí
me parece que lo que se ha abierto desde la primera página de la novela es la
entrada a ese abismo insondable que son las tinieblas del mundo y de la mente.
Quizá por eso también se compara esta novela de Kōbō Abe con los cuadros
delirantes del Bosco; a mí me recuerda, en cambio, el miedo abisal de la novela
de Danielewski. Sin embargo, al lector de thrillers
le queda una pregunta: cuál es el verdadero crimen, ¿el de la esposa
desaparecida al principio, o el del esposo que va desapareciendo paulatinamente
frente a nuestros ojos en el resto de la novela?
Adenda en
criollo: Al lector venezolano no han de pasarle desapercibidas las traducciones
al español de Ryukichi Terao, pues suele hacerlas con la colaboración de algún
escritor patrio: Ednodio Quintero o Gregory Zambrano. Aun habrá que abundar
sobre los colaboradores de Ryukichi,
que ayudan con tanto tino a difundir obras magistrales como esta, para deleite
y terror de los lectores ávidos del reino de Cervantes.
Nota: Una
versión de esta reseña de Juan Carlos Chirinos salió originalmente publicada
comp arte de la serie “Crímenes de papel / 21+17” en el suplemento Papel Literario del diario venezolano El Nacional (http://www.el-nacional.com/papel_literario/Crimenes-papel-propia-vision-oscuridad_0_532146970.html)
Juan Carlos Chirinos
@juance
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