Mientras Simón Bolívar, a la postre el Jefe
Supremo de la República, se dedicaba a escribir la historia con “H” mayúscula
en el Congreso de Angostura, donde pronunció el famoso discurso que sentó las
bases republicanas de varias naciones al norte de Suramérica, el cirujano escocés
John Roberton remontaba los ríos Orinoco y Arauca, atravesaba selvas y llanuras
para ver “el destello bestial en los ojos del hombre” y encontrarse, al final,
con la muerte.
Diario de John Roberton |
Como muchos soldados del bando patriota a quienes la enfermedad
o la naturaleza extinguieron antes de embestir al enemigo, su participación en
la Independencia fue algo menos que estéril: cuando se murió en 1820, aún no
había podido ejercer el cargo de Director General de los Hospitales de Nueva
Granada que Bolívar le había encomendado dos años antes. Su aporte para la
contienda –importante pero rara vez reseñado por los hisotiradores– fue
aconsejar que se nombrara a un cirujano particular y un botiquín de guerra para
cada batallón comandado por los criollos. Dice la única entrada en Internet que
pude conseguir sobre el tema que aquel consejo mejoró pero no resolvió el estado de las tropas.
Dos años después de la muerte de Roberton se
publicó en Londres un libro con las notas de su viaje con el título Journal of an Expedition 1400 miles up the
Orinoco and 300 up the Arauca y tiene que esperarse un siglo y medio para que
José Rafael Fortique lo traduzca al castellano. Esta edición del médico
marabino sirvió a Blanca Streponi para que en 1996 se imaginara cinco cartas que hubiera podido
escribir el expedicionario escocés durante sus días de grandeza y delirio,
cuando fue a Venezuela para embarcarse en “la empresa más sustancial para la
evolución del hombre: la libertad” y terminó comprendiendo en su carne que “el
amor es un anhelo”. La publicación que Ediciones La Palma hace ahora de esta
obra singular demuestra la puntualidad de su vigencia: la grandilocuencia del
heroísmo no es más que una propaganda para la liquidación del otro.
Streponi ensambla a ranura y lengüeta el motivo
por antonomasia de la literatura venezolana, la lucha entre civilización y
barbarie, con un tema recurrente del misticismo judío: el exilio de Dios como
origen del mal. Por eso las estrofas dedicadas a la doma de caballos y mulas
salvajes, para acelerar el paso del ejército con animales que no estuvieran
cansados de trajinar la guerra y esa de los cuerpos llenos de cenizas con que
avanzan los soldados del ejército patriota bordeando el río Arauca se erigen
como las imágenes más fuertes del poemario.
“La doma se hace así:
enlazado el caballo
lo tumban
sujeto con fuerza
le colocan el freno
y la silla de montar
el domador sube la
silla
toma el freno
y junto a varios más
armados de garrotes
golpean al animal
en la cabeza
hasta que se levanta
una vez en pie
lo vuelven a golpear”
La violencia, más brutal por cuanto parece
gratuita, por medio de la cual los hombres, animales también, convierten a un
caballo en un ser dócil para la guerra representa la necesidad de “civilizar” a
venezolanos y neogranadinos. En este proceso, sin embargo, el Diario de Roberton no tiene muchas
esperanzas, pues algo nos advierte de las dificultades de intentar llevar la
libertad a quien se ha cansado de esperarla: “Los esclavos liberados han huido
a las montañas // Unidos a bandas de zambos / son ahora ladrones y asesinos/y
las mujeres/ prostitutas”.
Civilizarlos, hacerlos igual a uno; o, quizás,
aniquilarlos, parece ser el lema de la campaña bélica que, desgraciadamente, se
parecía mucho al proceso colonizador emprendido trescientos años antes por quienes
en el siglo XIX fueron considerados enemigos. Se trata del mismo lema que en
las formas de exilio y de exterminio los judíos han conocido varias veces en la
historia.
“Páez incendia las sabanas para dejar a los
españoles sin forraje”, nos dice Roberton por la pluma de Streponi:
“Sufrimos de este modo cruelmente el calor
Nubes de cenizas dificultan las respiración
y cubren nuestros cuerpos con una pátina oscura”
La alusión a la muerte y a la disolución de los
cuerpos en la imagen de la ceniza refuerza la idea de guerra de exterminio que
la autora propone en el texto con que abre su obra. Y vuelve así a machacar su
cantaleta contra el mesianismo: Debajo de la promesa de “libertad” que
albergaba la Guerra de Independencia, se escondía la atroz finalidad de acabar
con otro.
“Soy el exilio de Dios
el exceso de su justicia”, vuelve a decirnos la
poeta que no quiere dejarnos con el sabor de la violencia en la lengua
cenicienta. Y en las últimas estrofas, cuando Roberton descubre que “hay algo
horroroso / en la profunda soledad del paisaje”, da forma a una sensación
onírica y vuelve a las enseñanzas místicas para reconocer que el mal, en su
misteriosa presencia imperecedera, es un motivo, aunque sea paradójico, de la
salvación.
Nota: Este texto se leyó durante la presentación en Madrid del libro de Blanca Streponi.
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