miércoles, 18 de marzo de 2015

El anticuario: regeneración y tragedia

Al leer El Anticuario de Gustavo Faverón Patriu , he pensado que está escrita dentro de la mejor tradición de la narrativa hispanoamericana. Me he acordado claramente de Onetti -y he creído ver un guiño para él en uno de los primeros  personajes que aparecen, Gálvez-, aventurando que una narración como ésta la podría haber fabulado el maestro uruguayo si hubiera sido aficionado a la literatura de terror. No lo era, pero, en cambio, El Anticuario, tiene algo de ese lenguaje tentacular e implacable, capaz de adentrarse en cualquier oscuridad del ser humano. También me acordé de El obsceno pájaro de la noche, de Donoso, de sus estancias separadas del mundo solamente por un delgado muro, donde ocurren terribles desgracias relacionadas con el cuerpo, la amputación, la extravagancia, la conciencia de ser radicalmente diferentes. Como se ha dicho en las críticas ya publicadas, aparecen reminiscencias borgianas en bibliotecas laberínticas. También, hay un homenaje expreso al clásico indiscutible del cual emana toda la literatura lunar: Edgar Allan Poe. En una novela como esta, donde dos de los temas centrales son el libro y el cuerpo, como llaves de la destrucción y de la locura, también es inevitable pensar en Lovecraft.
Los libros valen como registro de la contrariedad”, se afirma en esta novela, “son el testimonio del ansia de los hombres por trasformarlo o aniquilarlo todo para empezar desde cero, pero se trata de un ansia contradictoria, porque los libros son también los que aseguran la tradición y la continuidad. Por eso, Daniel valora mejor los más disparatados: si alguna tradición le sirve, es la del desarreglo y la perturbación”.
Tradición aparte, El anticuario nos sumerge en un mundo estrictamente propio, construido como una intriga pulida y estructurada en 24 capítulos, más una breve introducción, entreverados por un relato narrado desde el punto de vista de El Anticuario, trasunto de Daniel, el presunto criminal de la novela, donde leemos las claves oníricas y subconscientes de la historia explícita a la que estamos asistiendo, gracias al trabajo del narrador, que escribe su historia desde un hospital donde está siendo curado de las heridas sufridas en un incendio. Esta estructura perfecta es circular, y el lector hará bien en regresar al primer capítulo para completar la lectura de la novela.
En ella, hay elementos recurrentes: el fuego (“hogar es hoguera”, se nos repite a lo largo de la novela), el libro, el cuerpo, la locura, el monstruo: “Todos los artistas son monstruos”, se nos dice en una ocasión. Quizá porque el artista es el gran rebelde ante la realidad aparente, el que investiga más allá, hasta límites que pueden transgredir cualquier regla perteneciente al orden establecido: ya sea el estético, el mental, o nuestra convivencia. Quizá porque, para muchos artistas, la concepción de la realidad es mucho más amplia que para la inmensa mayoría de las personas. “Los momentos del pasado o del futuro, los escenarios irreales de los cuentos, los sueños, los proyectos que uno descarta cada día, pero que existen, en la duda alternativa de la cosas que dejamos de hacer, todos son mundos tan verdaderos como éste”, afirma uno de los personajes. Y un poco más adelante: “Te voy a decir cómo me imagino a mí mismo (…): como una persona con muchos cuerpos simultáneos, todos unidos entre sí por un haz complejísimo de articulaciones, que al vez se tocaran en infinitos puntos con otros tantos mundos paralelos”.
Parte de esos mundos paralelos a la normalidad, son los que se exploran en esta novela. De hecho, a la vez que los acontecimientos se nos van revelando como evidentes, van sucediendo otros, no expresos, pero apuntados en una serie de historias contadas por misteriosos personajes vinculados por su afición a los libros antiguos, libros de anticuario, libros que ocultan algo orgánico, vivo, tan vivos que algunos han podido imprimirse sobre piel humana. Si el Verbo se hizo carne, en esta novela la carne se hizo Verbo. Y en un mundo perdido, en continua búsqueda de un espíritu que tarda demasiado en manifestarse, la transformación del cuerpo en literatura y en sentido, puede ser la única vía libre para expresar la desesperación. No es casualidad que algunos siniestros anticuarios de esta novela comercien a la vez con libros y con cuerpos humanos.
Pues, para muchos de nosotros, la lectura se ha hecho cuerpo. Es una identidad y también una salvación. Hay pasajes impactantes en la novela donde Daniel, el presunto asesino encerrado en una clínica psiquiátrica e investigado por el narrador, lee un libro tras otro al resto de los locos ingresados en el manicomio. Son los únicos momentos de calma, donde la locura (quijotesca, inevitablemente) se aliena a otras historias ajenas, y por un momento la desazón se detiene. Y, sin embargo, el gran poder de alienación de la literatura, genera un poderoso antídoto: la venganza por parte de todo aquello que has abandonado a cambio del placer de leer o de escribir.
No puedo entrar en esta parte sin desvelar parte de la trama, pero apuntaré que una de las personas asesinadas en la novela aparece con el cuerpo relleno por las páginas de todos esos libros admirables que ha incorporado, literalmente, dentro de sí.
La intriga de esta novela fascina desde la perturbación, y que todo en ella está medido para inquietarnos en varias partes de nuestro ser: el pensamiento racional que disfruta con la trama, la profundidad de nuestra psique que reacciona ante los numeroso acontecimientos que tienen una gran carga simbólica, y, por supuesto, nuestras emociones, que se erizan ante ellos. Un buen ejemplo de este múltiple campo de acción de la lectura, podría radicarse en los espacios donde sucede esta historia: la ciudad construida sobre una gran avenida en espiral, que termina en una clínica doble y unida por un pasadizo subterráneo, a partir de la cual la ciudad gira en espiral contraria. La locura de nuestro tiempo es la locura de los espacios que construimos, proyectados por nuestra situación  comunitaria interna. Y el espacio interior en el que vivimos, el yo, está al menos dividido en dos compartimentos: uno iluminado, otro en la oscuridad.
Es hacia esa oscuridad hacia la que avanza El anticuario, la que la narración va literalmente despellejando para que asome una parte radical de la materia humana. Y también la más hermosa: la lealtad y el amor, que tratan de contrarrestar el incendio de nuestros egoísmos, la ceguera de nuestras obsesiones. Regeneración y tragedia se funden en la reunión de todos estos opuestos.


Ernesto Pérez Zúñiga

No hay comentarios. :

Publicar un comentario