Al leer El Anticuario de Gustavo Faverón Patriu , he pensado que está escrita dentro de la
mejor tradición de la narrativa hispanoamericana. Me he acordado claramente de
Onetti -y he creído ver un guiño para él en uno de los primeros personajes que aparecen, Gálvez-,
aventurando que una narración como ésta la podría haber fabulado el maestro
uruguayo si hubiera sido aficionado a la literatura de terror. No lo era, pero,
en cambio, El Anticuario, tiene algo de ese lenguaje tentacular e
implacable, capaz de adentrarse en cualquier oscuridad del ser humano. También
me acordé de El obsceno pájaro de la noche, de Donoso, de sus estancias
separadas del mundo solamente por un delgado muro, donde ocurren terribles
desgracias relacionadas con el cuerpo, la amputación, la extravagancia, la
conciencia de ser radicalmente diferentes. Como se ha dicho en las críticas ya
publicadas, aparecen reminiscencias borgianas en bibliotecas laberínticas.
También, hay un homenaje expreso al clásico indiscutible del cual emana toda la
literatura lunar: Edgar Allan Poe. En una novela como esta, donde dos de los
temas centrales son el libro y el cuerpo, como llaves de la destrucción y de la
locura, también es inevitable pensar en Lovecraft.
“Los libros valen como registro de la
contrariedad”, se afirma en esta novela, “son el testimonio del ansia de los
hombres por trasformarlo o aniquilarlo todo para empezar desde cero, pero se
trata de un ansia contradictoria, porque los libros son también los que
aseguran la tradición y la continuidad. Por eso, Daniel valora mejor los más
disparatados: si alguna tradición le sirve, es la del desarreglo y la
perturbación”.
Tradición aparte, El
anticuario nos sumerge en un mundo estrictamente propio, construido como
una intriga pulida y estructurada en 24 capítulos, más una breve introducción,
entreverados por un relato narrado desde el punto de vista de El Anticuario,
trasunto de Daniel, el presunto criminal de la novela, donde leemos las claves
oníricas y subconscientes de la historia explícita a la que estamos asistiendo,
gracias al trabajo del narrador, que escribe su historia desde un hospital
donde está siendo curado de las heridas sufridas en un incendio. Esta
estructura perfecta es circular, y el lector hará bien en regresar al primer
capítulo para completar la lectura de la novela.
En ella, hay elementos
recurrentes: el fuego (“hogar
es hoguera”, se nos repite a lo largo de la novela), el libro, el cuerpo, la
locura, el monstruo: “Todos los artistas son monstruos”, se nos dice en una
ocasión. Quizá porque el artista es el gran rebelde ante la realidad aparente,
el que investiga más allá, hasta límites que pueden transgredir cualquier regla
perteneciente al orden establecido: ya sea el estético, el mental, o nuestra
convivencia. Quizá porque, para muchos artistas, la concepción de la realidad
es mucho más amplia que para la inmensa mayoría de las personas. “Los momentos
del pasado o del futuro, los escenarios irreales de los cuentos, los sueños,
los proyectos que uno descarta cada día, pero que existen, en la duda
alternativa de la cosas que dejamos de hacer, todos son mundos tan verdaderos
como éste”, afirma uno de los personajes. Y un poco más adelante: “Te voy a
decir cómo me imagino a mí mismo (…): como una persona con muchos cuerpos
simultáneos, todos unidos entre sí por un haz complejísimo de articulaciones,
que al vez se tocaran en infinitos puntos con otros tantos mundos paralelos”.
Parte de esos mundos paralelos a
la normalidad, son los que se exploran en esta novela. De hecho, a la vez que
los acontecimientos se nos van revelando como evidentes, van sucediendo otros,
no expresos, pero apuntados en una serie de historias contadas por misteriosos
personajes vinculados por su afición a los libros antiguos, libros de anticuario,
libros que ocultan algo orgánico, vivo, tan vivos que algunos han podido
imprimirse sobre piel humana. Si el Verbo se hizo carne, en esta novela la
carne se hizo Verbo. Y en un mundo perdido, en continua búsqueda de un espíritu
que tarda demasiado en manifestarse, la transformación del cuerpo en literatura
y en sentido, puede ser la única vía libre para expresar la desesperación. No
es casualidad que algunos siniestros anticuarios de esta novela comercien a la
vez con libros y con cuerpos humanos.
Pues, para muchos de nosotros,
la lectura se ha hecho cuerpo. Es una identidad y también una salvación. Hay
pasajes impactantes en la novela donde Daniel, el presunto asesino encerrado en
una clínica psiquiátrica e investigado por el narrador, lee un libro tras otro
al resto de los locos ingresados en el manicomio. Son los únicos momentos de
calma, donde la locura (quijotesca, inevitablemente) se aliena a otras
historias ajenas, y por un momento la desazón se detiene. Y, sin embargo, el
gran poder de alienación de la literatura, genera un poderoso antídoto: la
venganza por parte de todo aquello que has abandonado a cambio del placer de
leer o de escribir.
No puedo entrar en esta parte
sin desvelar parte de la trama, pero apuntaré que una de las personas asesinadas en la
novela aparece con el cuerpo relleno por las páginas de todos esos libros
admirables que ha incorporado, literalmente, dentro de sí.
La intriga de esta novela fascina desde
la perturbación,
y que todo en ella está medido para inquietarnos en varias partes de nuestro
ser: el pensamiento racional que disfruta con la trama, la profundidad de
nuestra psique que reacciona ante los numeroso acontecimientos que tienen una
gran carga simbólica, y, por supuesto, nuestras emociones, que se erizan ante
ellos. Un buen ejemplo de este múltiple campo de acción de la lectura, podría
radicarse en los espacios donde sucede esta historia: la ciudad construida
sobre una gran avenida en espiral, que termina en una clínica doble y unida por
un pasadizo subterráneo, a partir de la cual la ciudad gira en espiral
contraria. La locura de nuestro tiempo es la locura de los espacios que
construimos, proyectados por nuestra situación comunitaria interna. Y el espacio interior en el que
vivimos, el yo, está al menos dividido en dos compartimentos: uno iluminado,
otro en la oscuridad.
Es hacia esa oscuridad hacia la
que avanza El
anticuario, la
que la narración va literalmente despellejando para que asome una parte radical
de la materia humana. Y también la más hermosa: la lealtad y el amor, que
tratan de contrarrestar el incendio de nuestros egoísmos, la ceguera de
nuestras obsesiones. Regeneración y tragedia se funden en la reunión de todos
estos opuestos.
Ernesto Pérez Zúñiga
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