Guadalupe Nettel
llegó al mundo con un lunar en la cornea que en sus primeros años le
dificultaba la visión a través de su ojo derecho. El defecto congénito la
convirtió en una niña absorta en sus pensamientos que no disfrutaba la compañía
de otros y que para amurallar su soledad metía la cabeza, con todo y ojo
enfermo, dentro de los libros. Pronto los niños de su colegio la vieron moverse
en los márgenes, vulnerable, y la hicieron objeto de sus burlas. A quienes les
intrigaba el parche que protegía a su ojo ensayaban tocarlo. A la larga, Nettel
aprendió a vengarse de ellos haciéndolos padecer en las breves historias que
inventaba para pasar el tiempo. Eran sus primeros cuentos.
Guadalupe Nettel Cortesía FIL Guadalajara/Pedro Andrés |
Esa niña nacida
en 1973 ganó ayer el Premio Herralde de Novela con un manuscrito titulado Después del invierno, que narra desde la
voz de sus protagonistas la relación amorosa entre un editor cubano que vive en
Nueva York y una estudiante mexicana que vive en París. En 2005 Nettel había quedado
de finalista para este mismo concurso con El
huésped, su primera novela que luego publicó Anagrama y en la que el motivo
del doble se encuentra con su obsesión por la ceguera y con la imagen del metro
como metáfora de la liberación espiritual en las urbes abarrotadas. Como el
ganador del año pasado, Álvaro Enrigue –autor de Muerte súbita– Nettel es mexicana. Ahora vive un buen momento en su
carrera: el año pasado ganó el premio español de Narrativa Breve Ribera del
Duero, por su colección de cuentos El matrimonio
de los peces rojos, cuatro textos donde queda en evidencia una profunda
desconfianza en las relaciones y donde los animales –como los peces, las
serpientes, las cucarachas, los gatos y otros bichos que ella describe como
“sinuosos”– son el reflejo de los sentimientos humanos más íntimos.
“Siempre me ha
gustado hablar de aquello que a la gente no le gusta poner bajo la luz. Pienso
que hay que hablar de nuestra oscuridad. En los cuentos de El matrimonio de los peces rojos me interesaba hablar de la
ferocidad humana, pues a veces nos vemos amenazados otro ser que está cerca o
por una situación que pone en peligro nuestra estabilidad cotidiana y reaccionamos
con ferocidad”, explica antes de añdir que ese, n el fondo, es también un motivo
común en sus novelas y de establecer diferencias entre los tipos de narrativa
que practica, la corta y la extensa: “En una novela tratas una historia principal
con la cual tienes ganas de trabajar largo y que te ofrece material para no
aburrirte durante años y con un libro de cuentos es diferente: ofrece una
visión panorámica a través de varias historias”.
Aunque su
vocación literaria nació como una infantil estrategia revanchista y la lectura
fue su refugio desde que tiene memoria, Nettel solo se atrevió a asumirse como
escritora años después de licenciarse en Literatura, cuando cursaba su
doctorado en Francia. “La academia no era para mi. No me gusta el lenguaje de
sus ensayos ni me sentía a gusto en ese ambiente. Entonces estaba leyendo la
autobiografía de Allen Ginsberg y para mi fue una revelación cuando el poeta
estadounidense le dice a su terapeuta que no quiere seguir trabajando en
publicidad y que está harto de su esposa, que lo único que le gustaría es
escribir y el otro le responde: ‘¿Y por qué no lo hace?’ Yo seguí la sugerencia
y fue cuando comencé a escribir mi cuento “Bonsai”, al que le tengo mucho
cariño”, explica la autora cuya primera colección de relatos –donde por cierto publica
el texto citado– es Pétalos y otras historias
incómodas (Anagrama, 2008).
Resulta que
aquel ojo enfermo había contribuido a configurar una mirada particular sobre el
mundo y ahora le permite proponer un tipo de literatura vívida, una obra de
sello particular. “Que creciera viendo muy poco hizo que me fijara más en otras
cosas. Yo no tenia un mundo visual para estar en el presente, por eso estaba
más a gusto en las relaciones con la gente que me interesaba y comencé a
fijarme en cómo se van tejiendo los lazos afectivos. La tensión que otros
vuelcan en lo visual, yo la encuentro en las atmósferas de lo interior, como me
pasa con los sobrentendidos”, propone la autora que cree en que existe un
vínculo enigmático entre la literatura y la ceguera y añade que es posible leer
siendo ciego –escuchando textos o usando el sistema braile–, porque esta
actividad crea imágenes mentales sin necesidad de usar los ojos para verlas. Hace
años, en una conferencia sobre este tema que recoge en línea la revista Dossier de la universidad chilena
Diego Portales, la escritora explicó que en la literatura “la fascinación
causada por el ciego se debe a que está excluido del mundo de las apariencias.
Está menos expuesto a las distracciones superfluas y tiene más tiempo para la contemplación
interior”. Y es ese mismo recogimiento en lo íntimo, a la cual su ojo enfermo –aunque
hoy mire mejor que hace treinta años– y el desdén por lo banal los estandartes
sobre los cuales se levanta su propia poética. Una que ubica la belleza en lo
anómalo, en lo inconfesable.
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