jueves, 6 de noviembre de 2014

El futur(ism)o sin pantalones

Prohibido entrar sin pantalones, 2013
Todo en Vladimir Vladimirovich Maikovski era impostura, incluso su muerte, que él mismo produjo como si fuera para una de sus películas. Pero cuando se pegó un tiro a las 10:15 de la mañana del 14 de abril de 1930, siete años antes de que comenzara la gran purga estalinista, Rusia no perdía solo a un poeta crucial de su tradición vanguardista sino que inauguraba la etapa del arte soviéticamente correcto, el de la “verdadera” revolución. Ese es el drama que subyace dentro de la novela de Juan Bonilla, Prohibido entrar sin pantalones
La ganadora de la primera edición del Premio Mario Vargas Llosa cuenta la vida azarosa y polémica de Maiakovski, el poeta, dramaturgo y artista plástico que encarnó la vanguardia literaria de Rusia a través de su rabiosa defensa del futurismo durante la Revolución y los primeros tiempos de la Unión Soviética. A pesar de sus largas oraciones y de los párrafos que a veces toman varias páginas, el argumento de esta novela –cuyo título es un juego de palabras con el libro más celebre del poeta, La nube en pantalones (1915)–, está en constante movimiento como si quisiera imitar, extendiéndolos sobre 378 páginas, la obsesión con la celeridad que abraza a todos los postulados del futurismo.
El gran dilema de la crítica marxista, aunque puede argumentarse que lo es también de todos los artistas, es qué significa el arte y cuánto de revolucionario puede encontrarse en las estéticas del individualismo o la del (llamémosla así) “colectivismo”. Maiakovski, por desgracia para él, era de los individualistas en el peor momento para serlo, a pesar de que militó en el comunismo desde la adolescencia. La fascinación por la electricidad que fue el gran acontecimiento de su niñez, lo llevó a interesarse por el futurismo italiano. “El futuro exigía poesía fónica, exigía libros distintos, con fotografías coloreadas, con intervenciones de un artista”, añade el ruso como definición del movimiento. Como Filippo Marinetti, el fundador del futurismo, el poeta ruso nada sagrado reconocía en lo pretérito y, por eso, pretendía un arte que reconstruyera el mundo a partir de las noveles posibilidades de la sociedad industrial de masas.

Más que la apariencia del arte. Décadas después de apagarse la última máquina futurista, el alemán Herbert Marcuse en su ensayo La dimensión estética (1977) explicó que el arte funciona como la consciencia de la sociedad y es la única expresión que puede triunfar donde la religión y la filosofía han fallado. Así Maiakovski, como Marcuse, pensaba que la contribución del arte a la lucha por la liberación estaba en la forma estética, como un todo autocontenido representado por un poema, una novela o una obra de teatro y que la verdad del arte estaba en su poder para romper el monopolio de lo establecido. Esto no lo entendieron los compatriotas revolucionarios de Maiakovski, interesados como estaban por llegar a la última fibra del campesinado. El líder de la armada roja, Leon Trotski, por ejemplo, se quejaba de que “sus sentimientos subconscientes hacia la gran ciudad, la naturaleza, el mundo entero, no son los de un obrero, sino los de un bohemio”. Y he allí otro drama del poeta: haberse “elevado desde la bohemia a la revolución”, en un momento en que esta demandaba, según los soldados y los políticos que estaban por todas partes, no interpretaciones polifónicas de la realidad sino lecturas homogeneizantes de la novedad; no artistas sino artesanos. “El tono cínico e impúdico de sus imágenes procede del cabaret, del café, de la vida solazada de los artistas de antes de la guerra, pero su carácter dinámico y su arrolladora energía hacen que su poesía esté más cerca del carácter dinámico de la Revolución que de los hechos y episodios propios de la revolución”, concluye en la ficción escrita por Bonilla Trotski, quien, al final, también fue un teórico marxista.
Como ocurrió con sus contemporáneos rusos, el retrato que hace de Maiakovski el también autor de Los príncipes nubios (Premio biblioteca Breve, 2003) se pierde en la polémica personalidad pública del protagonista. Así, Bonilla describe al autor ruso como alguien que “prefería siempre hacer mil cosas antes” de leer y que “en cualquier caso prefería leer aquí y allá, saltar de una cosa a otra, una novela era un calvario, un ensayo, una cueva donde no iba a tener más remedio que echarse a dormir”. No dudo que Maiakovski proclamara que leer le aburría, pero no creo que nadie pueda producir una obra literaria valiosa sin ejercitar el tipo de introspección ilustrada que solo dan los libros. El retrato de la vanguardia que hace Bonilla está en la misma onda que el construido por Carlos Granés en El puño invisible (Premio de Ensayo Isabel Polanco, 2011), como si lo único que quedara de aquél movimiento –que revolucionó, más que el arte, la manera de ver al mundo– fuera su proclamación del hedonismo.
Si bien las largas exposiciones que Bonilla adjudica a Maiakovski suelen perder al lector y el retrato del protagonista se limita a sus facetas más polémicas –no dudo que hasta el más avant garde tenga momentos conservadores, pues es en la lucha contra estos donde se forma su carácter– en su discusión sobre la función social del arte es donde se encuentra el valor de Prohibido entrar sin pantalones, pues la pregunta que queda cuando el lector cierra por última vez el libro es qué tipo de arte es más útil para la lucha contra las desigualdades sociales: el que rompe con el status quo o el que describe la situación de los menos favorecidos.

@michiroche

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