Prohibido entrar sin pantalones, 2013 |
Todo en Vladimir
Vladimirovich Maikovski era impostura, incluso su muerte, que él mismo produjo
como si fuera para una de sus películas. Pero cuando se pegó un tiro a las
10:15 de la mañana del 14 de abril de 1930, siete años antes de que comenzara
la gran purga estalinista, Rusia no perdía solo a un poeta crucial de su
tradición vanguardista sino que inauguraba la etapa del arte soviéticamente
correcto, el de la “verdadera” revolución.
Ese es el drama que subyace dentro de la novela de Juan Bonilla, Prohibido entrar sin pantalones.
La
ganadora de la primera edición del Premio Mario Vargas Llosa cuenta la vida
azarosa y polémica de Maiakovski, el poeta, dramaturgo y artista plástico que
encarnó la vanguardia literaria de Rusia a través de su rabiosa defensa del
futurismo durante la Revolución y los primeros tiempos de la Unión Soviética. A
pesar de sus largas oraciones y de los párrafos que a veces toman varias
páginas, el argumento de esta novela –cuyo título es un juego de palabras con
el libro más celebre del poeta, La nube
en pantalones (1915)–, está en constante movimiento como si quisiera
imitar, extendiéndolos sobre 378 páginas, la obsesión con la celeridad que
abraza a todos los postulados del futurismo.
El gran dilema
de la crítica marxista, aunque puede argumentarse que lo es también de todos
los artistas, es qué significa el arte y cuánto de revolucionario puede
encontrarse en las estéticas del individualismo o la del (llamémosla así) “colectivismo”. Maiakovski, por desgracia para él, era
de los individualistas en el peor momento para serlo, a pesar de que militó en
el comunismo desde la adolescencia. La fascinación por la electricidad que fue
el gran acontecimiento de su niñez, lo llevó a interesarse por el futurismo italiano.
“El futuro exigía poesía fónica, exigía libros distintos, con fotografías
coloreadas, con intervenciones de un artista”, añade el ruso como definición
del movimiento. Como Filippo Marinetti, el fundador del futurismo, el poeta
ruso nada sagrado reconocía en lo pretérito y, por eso, pretendía un arte que
reconstruyera el mundo a partir de las noveles posibilidades de la sociedad
industrial de masas.
Más que la apariencia del arte. Décadas después de apagarse la última
máquina futurista, el alemán Herbert Marcuse en su ensayo La dimensión estética (1977) explicó que el arte funciona como la
consciencia de la sociedad y es la única expresión que puede triunfar donde la
religión y la filosofía han fallado. Así Maiakovski, como Marcuse, pensaba que la
contribución del arte a la lucha por la liberación estaba en la forma estética,
como un todo autocontenido representado por un poema, una novela o una obra de
teatro y que la verdad del arte estaba en su poder para romper el monopolio de
lo establecido. Esto no lo entendieron los compatriotas revolucionarios de
Maiakovski, interesados como estaban por llegar a la última fibra del
campesinado. El líder de la armada roja, Leon Trotski, por ejemplo, se quejaba
de que “sus sentimientos subconscientes hacia la gran ciudad, la naturaleza, el
mundo entero, no son los de un obrero, sino los de un bohemio”. Y he allí otro drama
del poeta: haberse “elevado desde la bohemia a la revolución”, en un momento en
que esta demandaba, según los soldados y los políticos que estaban por todas
partes, no interpretaciones polifónicas de la realidad sino lecturas
homogeneizantes de la novedad; no artistas sino artesanos. “El tono cínico e
impúdico de sus imágenes procede del cabaret, del café, de la vida solazada de
los artistas de antes de la guerra, pero su carácter dinámico y su arrolladora
energía hacen que su poesía esté más cerca del carácter dinámico de la
Revolución que de los hechos y episodios propios de la revolución”, concluye en
la ficción escrita por Bonilla Trotski, quien, al final, también fue un teórico
marxista.
Como ocurrió con
sus contemporáneos rusos, el retrato que hace de Maiakovski el también autor de
Los príncipes nubios (Premio
biblioteca Breve, 2003) se pierde en la polémica personalidad pública del
protagonista. Así, Bonilla describe al autor ruso como alguien que “prefería
siempre hacer mil cosas antes” de leer y que “en cualquier caso prefería leer
aquí y allá, saltar de una cosa a otra, una novela era un calvario, un ensayo,
una cueva donde no iba a tener más remedio que echarse a dormir”. No dudo que
Maiakovski proclamara que leer le aburría, pero no creo que nadie pueda
producir una obra literaria valiosa sin ejercitar el tipo de introspección
ilustrada que solo dan los libros. El retrato de la vanguardia que hace Bonilla
está en la misma onda que el construido por Carlos Granés en El puño invisible (Premio de Ensayo
Isabel Polanco, 2011), como si lo único que quedara de aquél movimiento –que
revolucionó, más que el arte, la manera de ver al mundo– fuera su proclamación
del hedonismo.
Si bien las
largas exposiciones que Bonilla adjudica a Maiakovski suelen perder al lector y
el retrato del protagonista se limita a sus facetas más polémicas –no dudo que hasta
el más avant garde tenga momentos
conservadores, pues es en la lucha contra estos donde se forma su carácter– en su
discusión sobre la función social del arte es donde se encuentra el valor de Prohibido entrar sin pantalones, pues la
pregunta que queda cuando el lector cierra por última vez el libro es qué tipo
de arte es más útil para la lucha contra las desigualdades sociales: el que
rompe con el status quo o el que
describe la situación de los menos favorecidos.
@michiroche
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