El absurdo
cínico que navega entre las corrientes de la ironía y del pesimismo es el
estilo que marca La fiesta de la
insignificancia (2014), la novela con la cual Milan Kundera sale de 14 años
de mutismo. “La insignificancia, amigo mío, es la esencia de la existencia”,
declara Ramón, uno de sus cuatro protagonistas: “Está presente incuso cuando no
se la quiere ver: en el horror, en las luchas sangrientas, en las peores
desgracias”. El tino descarado con el que Ramón interpreta lo que ocurre a su
alrededor –e, incluso, la historia– contrasta con la pasividad de Alain,
obsesionado con el ombligo femenino y con el coito que lo hizo nacer en el seno
de un matrimonio fracasado.
La fiesta de la insignificancia |
El tercer amigo cuyas anécdotas banales construyen
el argumento del libro es Calibán, un actor fracasado que para no aburrirse se
hace pasar por un camarero Pakistaní en las fiestas a las que lo invita
Charles. Además de ocuparse de ciertos servicios de catering, este cuarto personaje es un dramaturgo que quiere hacer
un teatro de marionetas con una historia sobre Iósif Stalin que ha leído en las
memorias de Nikita Jrushchov. Fiel al juego de chanzas cruzadas que ha
construido el cuarteto, Charles se resiste a recrear la anécdota en una pieza teatral
con actores. “Sería un engaño si esa historia de Stalin y Jrushchov la
representaran seres humanos”, explica el comediante: “Nadie tiene el derecho de
simular la restitución de una existencia humana que ha dejado de ser. Nadie
tiene el derecho de crear un hombre a partir una marioneta”.
Según narra el
sucesor de Stalin en las memorias que tanto entusiasman a Charles, el líder
ruso cuenta a los miembros de su séquito un chiste sobre 24 perdices del que
nadie se ríe. Parece que el logro de 30 años de dictadura en la Unión Soviética
fue que sus ciudadanos perdieran el humor. Y sobre esto reflexiona el propio
Stalin, cuando reprende a sus camaradas porque no entendieron el significado de
su broma. Se lamenta de que “en aquella ensoñación que el mundo entero tomó en
serio” lo haya sacrificado todo, incluso a sí mismo. El lector entiende que la
“ensoñación” es el comunismo.
El sistema
político que la Unión Soviética quiso elevar a organización transcontinental se
articuló puertas adentro de sus fronteras como un régimen donde el partido
gobernante concentraba a todos los poderes estatales e intervenía en todos los
ámbitos de la vida pública y privada de los rusos. ¿Y qué permitía que se
sustentara este totalitarismo? La voluntad del líder. El caos de las “tantas
representaciones del mundo como hay personas en nuestro planeta”, según propone
el Stalin de Kundera, solo puede ordenarse imponiendo “a todo el mundo una
única representación”. Y añade que esta forma solo se puede imponer gracias a
“una única voluntad, una única, inmensa voluntad, una voluntad por encima de
todas las demás voluntades”… La suya.
Conocedor de las
injusticias del régimen totalitario de izquierda que empobreció a Checoslovaquia
durante más de cuarenta años, el
autor nacido allí en 1929 ha construido en sus obras una arquitectura de la
ironía cuyo objeto es desmontar el discurso totalizador y la grandilocuencia
del autoritarismo. El poder subversivo de la risa es el hilo argumental de sus
obras desde las primeras hasta la más reciente. Así como en La fiesta de la insignificancia los
cuatro amigos ancianos se burlan de la muerte o Stalin entiende que su suprema
voluntad ha borrado la de sus acólitos, en su primera novela, La broma (1967), la vida de un joven en
la Checoslovaquia comunista queda arruinada cuando le escribe a una novia un
chiste que comienza con la frase “El optimismo es el opio del pueblo” y que
intercepta la policía política.
Pero no solo en
el argumento de sus obras el chiste y la ironía son la regla, también lo son en
su estilo. Lo que Kundera alcanza con la estética de la ironía es más
contundente que lo que otros logran con el realismo exacerbado o la denuncia
descarnada. Eso hace revolucionaria a su escritura. La risa en sus obras nunca
es ligera, promueve una posición política compleja, polisémica e indefinible
que subvierte los discursos totalitarios. El estilo de sus textos contradice
las convenciones del mundo igual que las anécdotas que narra van contra la
realidad; así, Kundera acaba con los absolutos cómodos y tranquilizadores que
proponen las visiones unívocas de la realidad.
Si a la ironía
como figura retórica que dice una cosa pero significa otra, además se le añade
la voz que el autor proyecta desde su senectud, subrayando problemas sin
proponer soluciones, el tono de la novela es pesimista, a pesar de su estilo
ligero y de sus anécdotas banales. Esta posición viene de la convicción que
tiene Kundera de que nada puede ya cambiar el curso de la historia. A esta
triste conclusión llega el personaje de Ramón: “Comprendimos desde hace mucho
ya que no era posible subvertir el mundo, ni remodelarlo, ni detener su pobre
huida hacia delante. Sólo había una resistencia posible: no tomarlo en serio.
Pero me doy cuenta de que nuestras gracias ya perdieron todo su poder”. Si es imposible
cambiar nada, entonces lo mejor es reírse de las desgracias.
(La versión original de esta reseña apareció en el blog del Banco Banesco y puede leerse en este link: http://blog.banesco.com/rse/ )
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