Ficciones
reales. Criminales dignos. Cuentos novelas. La
muerte juega a los dados es un libro distinto, no solo porque entre los
intersticios silentes de los dieciocho relatos que lo componen, Clara Obligado
construyera una novela negra, sino porque allí declara fútil ocuparse de los muertos,
aunque sea para encontrar a sus asesinos. Así, trasciende lo policial para
tejer, en la microhistoria de una familia patricia argentina que va erosionándose
a lo largo del siglo XX, la macrohistoria del país donde transcurrieron sus
existencias, estableciendo un incómodo paralelismo entre nación y patriarcado.
La muerte juega a los dados |
“Lo
esencial no es quién mató a quién (…) lo importante es qué sucedió con toda esa
pobre gente que se quedó viva, qué les pasó después. Lo fundamental no es la
solución de los grandes enigmas, sino la vida de todos los días”, escribe la
autora en el cuento “Efecto coliflor”, uno de los dos que dedica al agente que
investiga el asesinato de Héctor Lejárrega. El detective O’Brien representa otro
quiebre con las intrigas policiales tradicionales, pues el personaje
(masculino) encargado de hacer cumplir el imperativo moral donde el bien triunfa
siempre sobre el mal se reduce a un mediocre abandonado por su esposa, incapaz
de resolver el crimen que desbarató su carrera y cuya soledad es tal que se
enamora de una nevera. Tampoco es ese antihéroe entre investigador y filósofo,
el hermeneuta de moda en quien los críticos vierten el significante nuclear de
la posmodernidad, que cuestiona al mundo desde la ciencia, el periodismo o la
defensa de la ley. Este policía mira hacia fuera como desde la ventanilla de un vehículo en movimiento y solo
ve manchas borrosas, sin entender nada. Por eso termina transándose por
organizar ad nauseam los detalles de un
crimen –“la masa confusa de ramificaciones idénticas”– para resolverlo como si
en este estuviera cifrada la razón de su propia existencia.
Como
en sus obras anteriores, Las otras vidas (2006)
y El libro de los viajes equivocados (Premio
Setenil, 2012), la estructura es un elemento esencial del libro. Sin embargo,
en La muerte juega a los dados, como si
fuera un eje más de la trama del cuento “Efecto coliflor”, Obligado hace una
declaración de su poética. “Frente a la coliflor partida, había comprendido todo:
la estructura del universo, el tejido del cerebro, el camino de los nervios,
las venas, el crimen”, piensa el detective O’Brien: “Todo se repite a diferente
escala, había atisbado el ojo del universo en una hortaliza, el tallo grueso
que se separaba en conglomerados idénticos hasta formar una cabezota semejante
a una nube. Y así, hasta el infinito”. Allí está la distribución de las partes
que proponen las ficciones de esta autora: las estructuras de sus relatos que
se alzan hacia el infinito, vinculándose por detalles a los que carga de
significado hasta convertirlos en símbolos, de la misma manera que en “La
sangre” conecta realidades separadas por el espacio y el tiempo en la herida
supurante de Héctor Lejárrega.
Este
procedimiento es especialmente útil cuando Obligado intenta demostrar que la historia es
cíclica, la macro tanto como la micro, y construye narraciones que actúan como
espejos de otras. Así hace entre los relatos “Nada útil” y “La huida” o entre
“La peste” y “Las eléctricas”. En el primero, un chico que solo sabe sacar
cuentas escapa milagrosamente de la invasión nazi a Francia y en el segundo,
una prostituta huye de las huestes de la Revolución Mexicana gracias a su
belleza. Si pueden compararse ambas anécdotas no es solo porque las invasiones
en la época de Hitler eran tan devastadoras como en la de Pancho Villa, sino porque
contar, que es lo único que sabe hacer Teo, es tan inútil como la hermosura de la
protagonista en “La huída”. Aquí la autora hace otro guiño a la escritura:
contar también es narrar. ¿Y para quién puede resultar útil este oficio?
Macabras
son las relaciones entre los otros dos relatos. En “La peste”, unas vacaciones
en la década de los años cuarenta se ven interrumpidas por el temor a una
epidemia de Polio que simboliza la amenaza percibida por los miembros de la
familia Lejárrega en el golpe militar de Perón. En “Las eléctricas” una joven
camina hacia la “Jaula de los Gritos” donde será torturada, como tantas
víctimas del terrorismo del estado militar argentino durante la década de los años
setenta. Pero a los relatos no los vincula el motivo político sino las mujeres
que sufren los rigores de los ordenamientos (estructuras) patriarcales, dentro
de las estirpes como dentro de los países. La presa intenta recordar un juego
que le enseñó su madre, que había sufrido los rigores de un tratamiento para la
depresión –“¿Te he contado alguna vez lo que me hacen en la clínica?”–. Con ese
procedimiento, según le prometía, ella podría “salir de su cuerpo”, concentrándose
en una sensación. “Si lo consigue, si logra asirse a alguna imagen, navegará
entre espasmos hasta la cima de la memoria”. Lo mismo que Alma proponía a la
pequeña Sonia hace con sus lectores la autora argentina residenciada en España desde
1977: agarrarse de una metáfora familiar para enmascarar los meandros
siniestros de la historia.
@michiroche
No hay comentarios. :
Publicar un comentario