Si bien el
motivo del escritor que se observa a sí mismo y al oficio que realiza se cuela
con frecuencia en los libros de Rodrigo Fresán, en el caso de su más reciente
novela, La parte inventada, el tema
ofrece una excusa inmejorable para un titánico proyecto de 566 páginas de
longitud que aspira hacia la obra total, sin extremas grandilocuencias, pero
con el ímpetu de pocos trabajos desde el siglo XIX.
La parte inventada |
Alternando la
infancia de El Escritor con su presente de nostalgias por glorias pasadas, La parte inventada deslava múltiples
digresiones en un argumento mínimo donde el protagonista intenta terminar sus
memorias, mientras El Chico –que no lo admira realmente pero que también quiere
convertirse en escritor para enamorar a La Chica– realiza un documental sobre
su vida y obra. A través de la reflexión propuesta por una bella frase en la
novela que describe al pasado como “un juguete roto que cada quien arregla a su
manera”, Fresán establece un vínculo entre el título de la novela y un símbolo
que repite varias veces, el mismo que la editorial Random House ha colocado en
la portada. Se trata de un pequeño hombrecito de hojalata con una maleta al que
hay que darle cuerda. No me cabe duda que este juguete representa al personaje
de la ficción y que la acción de darle cuerda es una metáfora del oficio de
escribir, en el cual el autor echa a andar una serie de situaciones e imágenes
que permiten descubrir desde la fantasía asuntos de la realidad. Incluso, si
puede asumirse que el hombrecito/personaje es una alegoría de los seres
humanos, también debería hacerse lo propio con el mecanismo que acciona su
movimiento, al que podríamos identificarlo con la misma literatura, una
herramienta cuyo objetivo es complejizar las experiencias de la vida para que
esta deje de percibirse como una truculenta carrera hacia la muerte. Es esta
alegoría que Fresán esconde en el centro de la frase con que titula su libro, la parte inventada, “que no es, nunca,
la parte mentirosa, sino lo que realmente
convierte algo que apenas sucedió en algo como debió haber sucedido”.
Relacionado con
la imagen del juguete de cuerda, como la gran magia que opera dentro la mente
del autor/demiurgo está el símbolo de las libretas de apuntes de El Escritor
–“libretas que (…) le producen el frustrante desasosiego de quien intenta
recordar sueños y encontrarles algún sentido”–. En estos cuadernillos, tanto El
Escritor como El Chico –cada cual a su manera– reproducen series de falsos
comienzos y argumentos inacabados que no solo muestran las obsesiones
pertinaces del oficio de las letras sino que sirven como comentario también de
la esterilidad de la vida real del personaje y evidencian que este tampoco
sirve para desarrollar la vida inventada.
Obra de
pretensión totalizante, La parte
inventada se fundamenta sobre la misma idea de la escritura como monomanía
que inauguró Edgar Allan Poe hace dos siglos gracias a un estilo fragmentado y
de constantes divagaciones.
La fragmentación
experimental de la novela permite a su argumento saltar entre situaciones, así
como también entre el pasado y el presente y de la reflexión íntima a la
pública. Un ejemplo de esta se halla en las páginas donde se reproducen en la
letra tipo Serif párrafos enteros de
los capítulos tomados de las memorias que está pergeñando El Escritor y se
mezclan con las ideas y recuerdos –anotados en Times New Roman, como el resto del volúmen– que no figuran en el
manuscrito. Esta estrategia permite al lector jugar con la idea de que unos
personajes se mueven a placer entre la parte inventada y la vida real.
En cuanto a la
materia de las divagaciones, que permiten a Fresán resumir sus propias
opiniones sobre la literatura y quienes la ejercen se encuentran de dos tipos:
las que se desdoblan sobre el argumento y las preocupaciones artísticas. En las
primeras, los recuerdos infantiles se mezclan con la cotidianidad del trabajo
de pergeñar ideas sobre papel (o en la pantalla del computador) y, en las
segundas, el asunto literario se estudia por medio de reflexiones sobre la banalización
del mercado editorial, las ventajas de resemantizar el papel que juegan los
autores en sus comunidades y la necesidad de profundizar el espíritu crítico de
la sociedad.
Es en estos tres
últimos puntos que Fresán se vuelve más prolijo en reflexiones y, con la intención
de criticar a la literatura ready-made,
el autor nacido en 1963 anota en un pasaje que los editores jóvenes “llevan una
vida muy parecida a la de los escritores de los años veinte, de fiesta en
fiesta; mientras que los escritores maduros de ahora somos más como los
editores de los años veinte, como Maxwell Perkins: de casa al trabajo y del
trabajo a casa haciendo el menor ruido posible”. Apenas unas páginas después arremete
también contra la sociedad, quejándose de que “la gente lee cada vez menos y,
por lo tanto, lee cada vez peor”, antes de clasificar al contemporáneo como lector
“silvestre” y colocarlo en contraposición con el (deseable) “lector
sofisticado”.
He aquí el
detalle: Si el lector, digamos, no quisiera reconocer ningún acierto a la
titánica y compleja obra que presenta Fresán, al cerrar el volumen tendría, por
lo menos, que aceptar que La parte
inventada es un muy buen intento de encajar el ensayo sobre los usos de la
literatura con una narración. Por eso es exitosa donde muchos ensayos apocalípticos
sobre la lectura se caen, en la forma. Cierto que esta narración se trata de la
historia de un escritor que quiere ser todos los escritores pero que termina
siendo una versión –mejorada, diría él– de Fresán mismo, pero es que tanto en
su concepción como novela como en su vertiente ensayística el libro llama a la
reflexión sobre el estamento cultural en el que se mueven los contenidos
simbólicos de nuestra época. Si el lector se limitara solo a aceptar esta idea ,
sospecho que el autor argentino vería cumplido su más crasa intención.
@michiroche
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