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La civilización del espectáculo. Mario Vargas Llosa. 2012 |
En La civilización del espectáculo Mario
Vargas Llosa lamenta que la dictadura de la superficialidad se impusiera sobre
la cultura. “La frivolidad”, escribe, “consiste en tener una tabla de valores
invertida o desequilibrada en la que la forma importa más que el contenido, la
apariencia más que la esencia y en la que el gesto y el desplante –la
representación– hacen las veces de sentimientos e ideas” (página 51). De este “indeseable
efecto”, dice, es culpable la “democratización de la cultura” (35), por eso
siente nostalgia de la época cuando las élites establecían juicios sobre qué es
arte y qué no, antes de que la figura del hombre de pensamiento, el
intelectual, se eclipsara.
Para
el lector no pasa desapercibido que el propio Vargas Llosa se propone como
hombre de pensamiento. Por eso se define como “alguien que, desde que
descubrió, a través de los libros, la aventura espiritual, tuvo siempre por
modelo aquellas personas que se movían con desenvoltura en el mundo de las
ideas y tenían claros unos valores estéticos que les permitirían opinar con
seguridad sobre lo que era bueno o malo, original o epígono, revolucionario o
rutinario, en la literatura, las artes plásticas, la filosofía y la música”
(202).
Si
bien es evidente que ante el avance de las telecomunicaciones, las masas
privilegian el entretenimiento y escapar de la tiranía de lo aburrido es la
pasión universal, no lo parece tanto que el resultado de esto sea la
banalización de la cultura. Incluso llega a identificar a Jean Baudrillard con
los productores de “ciertas teorías intelectuales que, al igual que los sabios
de una de las hermosas fantasías borgianas, pretenden incrustar en la vida el
juego especulativo y los sueños de la ficción” (79).
Resulta
exagerado que, en su diagnóstico atroz de la actualidad y a la par que se
propone como hombre de letras, culpe a Jacques Lacan, Roland Barthes y Michel Foucault,
entre otros, del deterioro de la educación y de la autoridad del profesor, como
hace en el tercer capítulo del libro, “Prohibido prohibir”. Parte de esas ideas
las había leído en un ensayo suyo publicado el año pasado por la revista
mexicana Letras
libres.
Además del tono de superioridad con el que fueron expuestos sus razonamientos,
me pareció extraño que no se preocupara por definir qué entiende por
deconstrucción, estructuralismo o posmodernidad, lo que quizá hubiera
facilitado la comprensión de qué le molesta tanto de sus postulados.
La civilización del espectáculo tiene muchos puntos que
merecen discutirse, pero la dureza de la crítica contra pensadores esenciales
del siglo XX me obliga a detenerme sobre este punto. Vargas Llosa no solo
arremete contra el deconstruccionismo y otras escuelas asociadas con el
estructuralismo, sino que llega a la audacia de tildar de “delirios” a ciertas
escuelas teóricas posmodernas y a llamar charlatanes a sus seguidores. Escribe
que, por adscribirse a esas teorías, han los intelectuales franceses de
mediados del siglo pasado perdieron autoridad: “no eran serios, jugaban con las
ideas y las teorías como los malabaristas de los circos con los pañuelos
palitroques, que divierten y hasta maravillan, pero no convencen” (87).
Sin
embargo, ¿cuáles son las alternativas que propone el Premio Nobel a los citados
pensadores franceses? Alan Sokal y Jean Bricmon, Gertrude Himmelfarb y Lionel
Thrilling. Ellos sí. Pueden no haber hecho contribuciones tan profundas a la
vida contemporánea como la teoría del espejo de Lacan o la de las estructuras
de poder de Foucault, pero para el autor de La
tentación de lo imposible (2004) merecen aplausos porque desenmascaran a
los charlatanes.
La
argumentación de Vargas Llosa parece incompleta. Primero, se abstiene de
explicar que el libro escrito por el matemático Sokal y el físico Bricmont, Imposturas intelectuales (1997), se limita a acusar a algunos estructuralistas
de abusar de ciertos términos provenientes de las matemáticas sin
contextualizarlos. También la apología que hace del trabajo de Himmelfarb es
sospechosa. “[Sus] críticas (…) a los estragos que la deconstrucción ha causado
en el dominio de las humanidades me parecen irrefutables”, escribe pero no
explica qué las hace incontrovertibles (91-92). Tampoco precisa el autor
peruano que Himmelfarb es especialista en la historia de Inglaterra durante el
siglo XIX ni queda muy claro por qué cierra esta sección refiriéndose al
crítico literario Thrilling, que tampoco ofrece alternativas plausibles al
estructuralismo o sus interpretaciones asociadas.
Pienso
como Vargas Llosa que ciertas sociedades se beneficiarían más de una visión
menos superficial de sus problemas y por eso mismo me parece paradójico que el
autor acuse de complicados y oscurantistas los ensayos de Barthes, Lacan o
Foucault. Quizá los halle demasiado intelectuales. Pero, ¿puede alguien que se
precie de lector sagaz despreciar el trabajo de las piedras fundamentales del
pensamiento contemporáneo? ¿No es esto como declararse intelectualmente aislado
del mundo?
@michiroche
Nota:
Una versión de esta nota apareció en el suplemento cultural “Papel Literario” el
21 de marzo de 2013.
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