martes, 26 de mayo de 2015

La herida de la violencia colombiana sangra en la obra de Óscar Collazos

La semana pasada falleció el narrador y columnista colombiano Óscar Collazos, a los 72 años de edad, de una esclerosis lateral amiotrófica, conocida como ELA, una enfermedad neurológica que ataca inicialmente al habla. La entrevista que reproduzco a continuación se publicó en 2012 en el diario El Nacional, con motivo de la visita del narrador colombiano a la Feria Internacional del Libro de la Universidad de Carabobo (Filuc) y un año antes del diagnóstico fatal. Sea esta una forma de hacerle merecido homenaje a quien lo merece. El tiempo verbal a sido cambiado para acomodar las circunstancias actuales, pero el resto se conserva casi igual, porque en la visión del autor sobre su país y sobre la tradición literaria de este no hay pérdida.


El recuerdo más feliz que atesoraba el narrador colombiano Óscar Collazos era correr por una playa de la costa del Pacífico de Colombia, sin zapatos y sin camisa. Libre y seguro. La nostalgia por la infancia perdida lo hacía declarar que su personaje de ficción favorito es Tom Sawyer, el héroe juvenil de la novela que Mark Twain publicó en 1876. No eran cosas de la vejez, hablaba del miedo. Al autor de La ballena varada (2003), como a muchos de sus compatriotas, la violencia de la guerra fraticida causada por el narcotráfico le quitó los lugares para recordar su juventud. Cuando llegó a Colombia en 1989, el autor que había vivido trashumante por 30 años se dio cuenta de que el narcotráfico le había cambiado el país y había “criminalizado su sociedad”, como me contó la tarde en que nos encontramos en la Feria Internacional del Libro de Valencia que visitó en 2012.
Y desde ese momento se dedicó no sólo a continuar la literatura de ficción que lo había inspirado en el exilio, sino también al periodismo. Cada segundo de su vida, cada letra de su obra dedicada a entender la tragedia en la nación vecina. En su último libro, Tierra quemada (2013) un grupo de infelices camina sin rumbo entre la selva y la violencia humana.

– ¿Qué relación hay entre la literatura de ficción y la de no ficción?
– Durante una época hice crónica periodística, y me hubiera gustado seguir haciéndola, pero hace aproximadamente 25 años me dedico más bien al periodismo de opinión, que utilizo como vehículo para reflexionar sobre la realidad de mi país, de América Latina y del mundo. Como tengo que estar informado permanentemente, estoy obligado a ver la realidad de una manera más rigurosa. Los temas que trato en mis novelas no hubieran sido posibles si antes no hubieran sido obsesiones mías como columnista de opinión. Hay una especie de retroalimentación de un género a otro.
– ¿Cómo Gabriel García Márquez, también novelista y periodista, aún influencia las letras colombianas?
– García Márquez no influyó ni en los temas ni en el estilo de la generación siguiente. Él mismo se quejaba y me decía que una de sus desgracias era no tener seguidores en su país. Lo que hubo fue una gran admiración por un escritor excepcional. Más que por García Márquez, me siento influenciado por autores del boom como Juan Carlos Onetti y el primer Mario Vargas Llosa. Por el último porque comencé escribiendo literatura de jóvenes en conflicto y por Onetti porque había un elemento de su realismo que iba a las profundidades de la condición humana, a su lado existencial, y no sólo al mito, como Cien años de soledad, por ejemplo.
– ¿Y las generaciones actuales, en especial la de los más jóvenes?
– Nos encontramos en una situación bastante curiosa: están vivas, y escriben, tres generaciones de autores colombianos. En primer lugar está mi generación, que ronda en este momento los 60 años de edad; en segundo, la que ocupan escritores como Santiago Gamboa, Héctor Abad Faciolince y Jorge Franco; y más recientemente, la generación de Juan Gabriel Vásquez, autor de El ruido de las cosas al caer, y Antonio Úngar, que escribió Tres ataúdes blancos.
“Los temas que trato en mis novelas no hubieran sido posibles si antes no hubieran sido obsesiones mías como columnista de opinión. Hay una especie de retroalimentación de un género a otro”
– En cuanto a su temática, ¿qué las diferencia?
– Hay una transición en los temas, pero la violencia, de una u otra manera, sigue siendo un factor dominante. El ruido de las cosas al caer narra la génesis de la moral del narcotráfico: cómo a partir de esta situación alguien cuyo destino podía ser otro decide hacer riqueza fácil. Es curioso cómo Vásquez retoma un tema que obsesionó a la generación anterior, es como si los colombianos no pudiéramos liberarnos de eso.
– ¿Sigue también usted obsesionado con el narcotráfico?
– No puedo evitar escribir sobre el narcotráfico, me encantaría dejar de hacerlo, pero está demasiado incrustado en mi imaginario. Pensé que lo había logrado con la novela juvenil que acabo de publicar y que está dedicada a la pérdida de la memoria. Pensé que en la laguna más profunda no había ningún elemento de violencia, pero resulta que sí, pues aparecen allí los cadáveres de unos jóvenes sin identidad en diferentes sitios de Colombia. Yo, por ejemplo, acabo de terminar una novela grande, pesada y abrumadora, Tierra quemada. Son 400 páginas de un texto histórico en el que quise tratar la violencia y la guerra en Colombia como una alegoría que consiste en lo siguiente: cerca de 500 víctimas de la guerra son reclutadas por un ejército paramilitar y conducidas a una especie de éxodo que las lleva hacia ninguna parte. Viajan y viajan por una geografía devastada, por un campo que ya no produce y unas rutas que no tienen salida. Por un mundo absolutamente arruinado, improductivo. Viajan hacia ninguna parte y muchas mueren en el camino. Les dicen que la guerra ha terminado, pero helicópteros y aviones cruzan el cielo hacia alguna parte. Se trata de la zozobra de esta gente que no sabe a dónde va.
– Y la guerra en Colombia, ¿terminó?
– No. Claro que no, aún no.

@michiroche


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