sábado, 30 de agosto de 2014

El hambre de Martín Caparrós


Martín Caparrós
 Aunque la producción agrícola del planeta podría alcanzar para alimentar al doble de la población mundial, una de cada seis personas se muere de hambre. Son alrededor de 870 millones de seres humanos que no comen lo suficiente para vivir: Unos 50 millones de estos habitan en América Latina y El Caribe. Pero, a la par que estas terribles cifras aumentan –debido a la multiplicación de los conflictos armados, la proliferación de las plagas y a la profundización de las brechas sociales–, el arte de preparar una buena comida que conocemos como gastronomía comienza a reconocerse en los organismos internacionales como un bien intangible de la humanidad. Así, el alimento es un tema que pone en la misma arena a dos puntos opuestos de las estadísticas: los que comen demasiado poco y aquellos aficionados a comer regaladamente o a las comidas exóticas.
Aunque le pese aceptarlo, Martín Caparrós pertenece a este grupo de comelones exquisitos. Claro que, con su vena de reportero y de humanista, le causa remordimiento aceptarlo y no sabe cómo hacer para “vivir con la certeza de que hay mil millones de personas en el mundo que no comen todos los días”, según cuenta. Por eso se embarcó en el proyecto titánico de escribir un largo ensayo sobre el hambre que lo llevó a dar vueltas por varios países africanos, asiáticos y suramericanos, así como por varios lugares de Estados Unidos.
Sin embargo, es otro proyecto literario suyo el que me hace agua la boca, porque hay que ser gorditos de vocación –como el escritor argentino y como yo– para disfrutar de Entre dientes. Crónicas comilonas. Aunque también me siento egoísta por hablar de estos temas (digamos) banales mientras otros tienen hambre –y por eso he comenzado esta nota con la retahíla de estadísticas– el libro al que me refiero es más que una celebración del alimento, es una lección sobre qué comemos los seres humanos y cómo eso marca las particularidades nuestra vida en sociedad. “Viajar para comer es comerse la cultura, las lecturas: comer lo que antes estaba sólo en los libros”, escribe el autor.
El texto describe con humor e ironía una serie de aventuras del periodista con las comidas exóticas y, a través del ameno estilo de columnas de opinión, deja ver que a veces es bueno escribir desde la tapa del estómago.
“Si hay algo que me gusta del buen comer es su carácter efímero: grandes preparativos, grandes esfuerzos para algo que se va a agotar en sí mismo: que va a dejar, si a caso, un buen recuerdo”, escribe el autor y, como lectora, me descubrí cómplice en esa reflexión. Comer, como vestirse y maquillarse, son comportamientos culturales que uno disfruta cundo sabe que le interesan justamente porque son intrascendentes.
El libro –editado por el sello mexicano Almadía y bellamente ilustrado por Alejandro Magallanes– es también una excusa para hacer un viaje por la evolución del género humano a través de qué ha ido poniendo en su estómago a lo largo de la historia. Por eso es interesante su reflexión sobre el consumismo estadounidense al referirse a McDonalds y escribir que “hay ciertas comidas que se imponen como marcas de una aldea global: para que todos, por un momento, podamos creernos iguales”. O su visión de la cocina china que parece más bien una reflexión sobre su filosofía: “Los chinos creen en la acumulación primitiva de sabores”, dice Caparrós, para quien comer es algo que se hace “antes y después del bocado”.
Es por lo escrito hasta ahora que Juan Villoro, amigo de este comelón y casi tan buen diente como él, lo describe en el prólogo como alguien que “ha comido en todas partes con glotonería cultural”. Por eso también estas crónicas son necesaria no sólo para los sibaritas o los que gustan de la buena mesa, sino para quienes están interesados en el periodismo cultural, porque en estas páginas se demuestra con misticismo glotón lo que las campañas antiobesidad estadounidenses vomitan infructuosamente, pero sin cesar, por los medios de comunicación: You are what you eat.


(Primera edición 8 agosto 2013: http://www.el-nacional.com/blogs/colofon/hambre-Martin-Caparros_7_241245877.html)

Michelle Roche Rodríguez
@michiroche

sábado, 23 de agosto de 2014

La frivolidad de llamarse intelectual

La civilización del espectáculo. Mario Vargas Llosa. 2012
En La civilización del espectáculo Mario Vargas Llosa lamenta que la dictadura de la superficialidad se impusiera sobre la cultura. “La frivolidad”, escribe, “consiste en tener una tabla de valores invertida o desequilibrada en la que la forma importa más que el contenido, la apariencia más que la esencia y en la que el gesto y el desplante –la representación– hacen las veces de sentimientos e ideas” (página 51). De este “indeseable efecto”, dice, es culpable la “democratización de la cultura” (35), por eso siente nostalgia de la época cuando las élites establecían juicios sobre qué es arte y qué no, antes de que la figura del hombre de pensamiento, el intelectual, se eclipsara.
Para el lector no pasa desapercibido que el propio Vargas Llosa se propone como hombre de pensamiento. Por eso se define como “alguien que, desde que descubrió, a través de los libros, la aventura espiritual, tuvo siempre por modelo aquellas personas que se movían con desenvoltura en el mundo de las ideas y tenían claros unos valores estéticos que les permitirían opinar con seguridad sobre lo que era bueno o malo, original o epígono, revolucionario o rutinario, en la literatura, las artes plásticas, la filosofía y la música” (202).
Si bien es evidente que ante el avance de las telecomunicaciones, las masas privilegian el entretenimiento y escapar de la tiranía de lo aburrido es la pasión universal, no lo parece tanto que el resultado de esto sea la banalización de la cultura. Incluso llega a identificar a Jean Baudrillard con los productores de “ciertas teorías intelectuales que, al igual que los sabios de una de las hermosas fantasías borgianas, pretenden incrustar en la vida el juego especulativo y los sueños de la ficción” (79).
Resulta exagerado que, en su diagnóstico atroz de la actualidad y a la par que se propone como hombre de letras, culpe a Jacques Lacan, Roland Barthes y Michel Foucault, entre otros, del deterioro de la educación y de la autoridad del profesor, como hace en el tercer capítulo del libro, “Prohibido prohibir”. Parte de esas ideas las había leído en un ensayo suyo publicado el año pasado por la revista mexicana Letras libres. Además del tono de superioridad con el que fueron expuestos sus razonamientos, me pareció extraño que no se preocupara por definir qué entiende por deconstrucción, estructuralismo o posmodernidad, lo que quizá hubiera facilitado la comprensión de qué le molesta tanto de sus postulados.
La civilización del espectáculo tiene muchos puntos que merecen discutirse, pero la dureza de la crítica contra pensadores esenciales del siglo XX me obliga a detenerme sobre este punto. Vargas Llosa no solo arremete contra el deconstruccionismo y otras escuelas asociadas con el estructuralismo, sino que llega a la audacia de tildar de “delirios” a ciertas escuelas teóricas posmodernas y a llamar charlatanes a sus seguidores. Escribe que, por adscribirse a esas teorías, han los intelectuales franceses de mediados del siglo pasado perdieron autoridad: “no eran serios, jugaban con las ideas y las teorías como los malabaristas de los circos con los pañuelos palitroques, que divierten y hasta maravillan, pero no convencen” (87).
Sin embargo, ¿cuáles son las alternativas que propone el Premio Nobel a los citados pensadores franceses? Alan Sokal y Jean Bricmon, Gertrude Himmelfarb y Lionel Thrilling. Ellos sí. Pueden no haber hecho contribuciones tan profundas a la vida contemporánea como la teoría del espejo de Lacan o la de las estructuras de poder de Foucault, pero para el autor de La tentación de lo imposible (2004) merecen aplausos porque desenmascaran a los charlatanes.
La argumentación de Vargas Llosa parece incompleta. Primero, se abstiene de explicar que el libro escrito por el matemático Sokal y el físico Bricmont, Imposturas intelectuales (1997), se limita a acusar a algunos estructuralistas de abusar de ciertos términos provenientes de las matemáticas sin contextualizarlos. También la apología que hace del trabajo de Himmelfarb es sospechosa. “[Sus] críticas (…) a los estragos que la deconstrucción ha causado en el dominio de las humanidades me parecen irrefutables”, escribe pero no explica qué las hace incontrovertibles (91-92). Tampoco precisa el autor peruano que Himmelfarb es especialista en la historia de Inglaterra durante el siglo XIX ni queda muy claro por qué cierra esta sección refiriéndose al crítico literario Thrilling, que tampoco ofrece alternativas plausibles al estructuralismo o sus interpretaciones asociadas.
Pienso como Vargas Llosa que ciertas sociedades se beneficiarían más de una visión menos superficial de sus problemas y por eso mismo me parece paradójico que el autor acuse de complicados y oscurantistas los ensayos de Barthes, Lacan o Foucault. Quizá los halle demasiado intelectuales. Pero, ¿puede alguien que se precie de lector sagaz despreciar el trabajo de las piedras fundamentales del pensamiento contemporáneo? ¿No es esto como declararse intelectualmente aislado del mundo?

@michiroche

Nota: Una versión de esta nota apareció en el suplemento cultural “Papel Literario” el 21 de marzo de 2013.